El pasado viernes 6 de febrero los medios de comunicación informaban que “siguen cayendo los violadores de los derechos humanos: agente de la DINA condenado por la muerte de un músico de la Filarmónica”.El ministro en visita de la Corte de Apelaciones de Santiago, Mario Carroza, condenó al ex agente de la DINA Marcelo Moren Brito a la pena de 10 años y un día de presidio por el homicidio calificado de Isidro Arias Matamala, ocurrido en el mes de abril de 1975 en la centro de detención clandestina de Villa Grimaldi.
El magistrado determinó la responsabilidad de Moren Brito en el homicidio del músico y trompetista de la Orquesta Filarmónica de Santiago, detenido el 2 de abril de 1975 y muerto el 5 o 6 de abril del mismo año.
Testimonio para la Memoria Histórica
Una madrugada de abril de 1975, en las poblaciones del sur de Santiago, agentes de la policía civil de la dictadura se introducen violentamente en decenas de hogares de chilenos, arrancando de ellos a los hombres, sin importar su edad. No hay explicaciones.
Jóvenes, niños, adultos y ancianos son maniatados, encapuchados y conducidos al frío pasillo del cuartel general de la Policía. Allí son golpeados con extrema dureza y sometidos a diversos tipos de tortura. Sus cuerpos desnudos son amarrados, fuertemente boca abajo con gruesas correas, a un banco metálico. Les introducen por sus anos un electrodo que llevará la electricidad directamente a sus entrañas. Otros son colgados, también desnudos, y con una picana les aplican electricidad en sus partes más sensibles.
Mientras sus cuerpos se convulsionan, los agentes les interrogan al tiempo que, dependiendo de la respuesta que reciben, aumentan la intensidad de la electricidad. Así, el frío pasillo se transforma en una sala de espera, donde todos escuchan los gritos de insoportable dolor de quienes son sometidos a la tortura. Los gritos de los torturados son otra forma terrible de castigo para quienes aguardan su turno, sobre todo, cuando identifican a algún amigo, compañero, hermano, o papá.
Pasan muchas horas. Ha sido una redada masiva, por lo tanto, los agentes debieron trabajar toda esa noche y parte del otro día. El trabajo de esos agentes ha terminado, pero para los secuestrados es el comienzo. Ellos son divididos en grupos y entregados al siniestro servicio de inteligencia de la dictadura: la DINA.
Sus ojos son cubiertos con cintas adhesivas, y sus cuerpos apiñados en diversos vehículos que, ocultos por la oscuridad de la noche, atraviesan las calles de Santiago con destino al centro de interrogatorio y tortura de Villa Grimaldi.Mientras tanto, sus familiares los buscan e interponen recursos de amparo, pero las autoridades los niegan.
Están en calidad de detenidos-desaparecidos. Los reciben con duros golpes de pies, puños y culatazos de sus armas. Hacen bromas, ríen, dicen que ya vienen «más estrujados que un limón». Son divididos en grupos de a dos o tres para ser encerrados en casetas de madera de un metro cuadrado. Son vendados y amarrados. Al lado se escuchan las voces que interrogan a otro detenido. Lo amenazan con traerle a su madre para que hable. Luego de un largo silencio se escuchan voces, gritos y llantos de una mujer, y dos niños, pequeños aún. A ella le preguntan por las actividades de su esposo.
Pasan muchas horas, quizás días y noches. Pierden la noción del tiempo. Nuevamente se escuchan voces. Son de los agentes de la DINA. Interrogan a otro detenido. Las voces se vuelven gritos al recibir el silencio de su víctima por toda respuesta.
Se entiende claramente lo que dicen. Y así nombran al detenido. «Ciro: aquí tenemos a tus hijos y a tu mujer, así que habla…» Es Isidro Arias Matamala, un militante del MIR, músico de la Orquesta Filarmónica de Chile. Quienes escuchan desde sus celdas lo reconocen. Alguien intimida :«Ciro y la reconcha de tu madre que te parió, habla, habla huevón, tu mujer ya nos dijo todo…». Luego silencio. Se sienten golpes, luego, silencio.
Se escuchan instrucciones para aplicar la electricidad. Después, silencio, silencio, silencio. Tras un largo rato, nuevamente voces y carreras, instrucciones y gritos del jefe de los torturadores que interpela a su equipo: ¡Por qué lo dejaron solo! ¡Apúrense que se nos va! ¡Reanímalo! ¡Traigan al médico! Todos los detenidos escuchan en silencio. Silencio. Ni un solo gemido, ni un solo grito. Ciro ha muerto en la tortura. Lo asesinaron.
¿Cómo logré sobrevivir a tanto horror? Un 19 de junio de 2012, después de treinta y siete años, me encuentro sentado frente al juez Mario Carroza, en la Corte de Apelaciones de Santiago, que investiga la muerte de varios centenares de chilenos en la época de la dictadura. Presto declaraciones como testigo.
No sé si la memoria me acompañe. Los recuerdos vienen y se van. Se mezclan con otros hechos y situaciones que viví durante la dictadura. El asesinato de mi hermano Alejandro Rodrigo Sepúlveda Malbrán, dirigente del MIR, las detenciones y el exilio de mis padres y hermano menor.
Las dos relegaciones al altiplano chileno junto a dirigentes sindicales y militantes de la democracia cristiana, a más de 4500 metros de altura. La prisión y la condena por asociación ilícita, cuando era ilícito organizar un sindicato, y, luego, el exilio.
Prácticamente treinta años fuera de mi patria. Pero, increíblemente, consigo ordenar mis recuerdos y entregar todos los antecedentes y mi testimonio al ministro Carroza.
¿Será verdad esa frase tan repetida de que «la justicia tarda pero llega»?