“Los funcionarios eran hombres serios e impersonales; de chaleco y corbata, sin chaqueta, las mangas de la camisa arremangadas; la frente arrugada y los ojos cansados […] El funcionario dijo: ponga aquí sus pertenencias. Sáquese el reloj y el anillo. Su nombre, estado civil. Dirección. […] A Marcela y a mí nos vendaron los ojos, nos hicieron atravesar un gran patio y nos introdujeron a una pieza y una vez allí, nos empujaron dentro de unas especies de jaulas o perreras de madera construidas en su interior”.
El relato anterior corresponde a un pasaje del libro testimonial de Nubia Becker Una Mujer en Villa Grimaldi (2011), que da cuenta, en parte, de su experiencia traumática –y a través de ella la de muchas y muchos- al pasar por uno de los centros secretos de detención, tortura y desaparición de la dictadura militar chilena: el militarmente conocido “Cuartel Terranova” o su nombre socialmente recordado “Villa Grimaldi”.
Muchas cosas podríamos señalar del párrafo inicial: la burocrática deshumanización en el trato de las y los detenidos, el funcionamiento rutinario e impersonal con la muerte y la violencia, similar a la Colonia Penitenciaria, el lúcido cuento de Kafka.
Sin embargo, en estas brevísimas palabras, y en el marco de la conmemoración del Día Internacional de la(s) Mujer(es), el 08 de marzo próximo, queremos referirnos a un punto en particular: la violencia ejercida sobre aquellas mujeres que fueron detenidas, secuestradas y torturadas (muchas de ellas desaparecidas), tras su paso por estos centros secretos.
La violencia contra las mujeres en los centros de detención, fue ejercida de manera brutal por agentes, en su mayoría hombres, debido a dos factores fundamentales: el primero y crucial, por formar parte del “enemigo”, (difuso y movedizo conceptualmente) subversivo a aniquilar y, segundo, por ser mujeres militantes. Es decir, por dedicarse activamente al desarrollo político de su partido y no a su rol estereotipado de mujeres “dueñas de casa”, idea oficial del Estado difundida en parte, mediante CEMA-Chile y sus distintos proyectos asistenciales.
Ser mujer, de izquierda y militante activa, eran elementos que se sumaban a la espiral represiva, iniciada con las generalmente violentas detenciones y secuestros en contra de aquellas mujeres que transitaron por los lugares secretos del Estado desaparecedor.
Recordar el caso, (y por medio de este muchísimos otros), de Diana Aron. Mujer militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), pero por sobre todo, mujer. Detenida, secuestrada, torturada y hecha desaparecer. Nada importó a sus captores el hecho de que estaba embarazada. Nada. Un elemento se sumaba a su ya compleja situación: era judía, y para sus victimarios, en especial para Miguel Krassnoff Martchenko, este elemento no la hacía merecedora de ninguna compasión.
La culpa no era de los agentes militares y civiles que agredían hasta el cansancio a estas mujeres. No. La culpa era de ellas por meterse en terreno de hombres. La culpa no era, por tanto, de aquellos agentes que torturaron hasta la muerte a algunas de estas mujeres, sin importar que estuvieran embarazadas. No. La culpa era de ellas.
Estaba claro, solo con ese nivel de violencia se podría disciplinar socialmente a un país altamente politizado como lo era Chile antes de 1973. El mensaje era también claro: las mujeres que intenten disputar la herencia política-patriarcal, serán castigadas brutalmente.
Hoy, en contextos socio-políticos e históricos diferentes, algunos de los aspectos hasta aquí mencionados se siguen replicando preocupantemente.
No es culpa del o los carabineros/as que agreden sexualmente a las niñas que participan de las marchas multicolores que llenan de esperanzas un país a ratos gris y monótono. No. La culpa es de esas niñas que se apartan del camino trazado por nuestra cultura autoritaria, y que en las calles intentan disputar políticamente el derecho a construir una sociedad un tanto más justa y libre.
La culpa no es de aquellas funcionarias policiales que en los calabozos de las comisarías hacen desnudarse a las niñas para humillarlas sexualmente. No. La culpa nuevamente es de esas niñas por no limitarse a su rol de género.
Sin embargo, esas niñas se multiplican, y su alegre rebeldía llena de luces una historia cargada de sombras. Su sana convicción y anhelos de una sociedad justa y democrática, dan justicia a aquellas que se quedaron en el camino, pero que marchan a diario entre nosotros.
Como señala Nubia, “estamos más cansados, por cierto. Tal vez con más experiencia y quizás por ello más cautelosos; menos entusiastas, más concretos y persistentes, pero siempre aferrados a la convicción de que aquí, en medio de tanta pesadilla […] en algún lugar cierto y en algún tiempo, se anida un sueño claro que haremos realidad”.
“Todas íbamos a ser reinas”, escribió Gabriela. Y todas lo fueron, aun en los calabozos más oscuros del poder.
Importante es tener presente está historia (y muchas otras), para que ni Violeta mi hija, ni ninguna otra niña, tenga que transitar en el futuro por estos oscuros pasillos de la violencia estatal.