Escribo esta columna expresando mi admiración por Ivo Basay como futbolista, y mis respetos por su carrera como entrenador. Lo ha hecho bien, merece el éxito y se destaca en nuestro medio no sólo por su trabajo sino por su forma de ser.
Dicho esto, el caso Basay constituye una oportunidad, no para reprochar, sino para reflexionar algunos conceptos. Los reproches éticos no le hacen bien al reprochador. (Ya se animaba en la antigua Grecia a cuidarse de los que hablan de ética). Lo que nos hace bien a todos es exigir coherencia y consistencia en las actuaciones, de todos y en todos los momentos.
La profesionalización del fútbol no supone olvidarnos del compromiso con los valores y principios propios de esta actividad deportiva.
Así como la responsabilidad social de las empresas no es hacer filantropía regalando a los más necesitados sino en hacer bien las cosas propias de su giro, también en el mundo del deporte la responsabilidad social de sus actores es hacer bien lo que la sociedad espera que hagan los protagonistas del deporte.
La mera legalidad no lo es todo. La responsabilidad social del deporte y los deportistas supone ir más allá de la ley, cumplir con un peldaño más de lo exigido por una norma que casi siempre va un metro más atrás de la realidad. (¡¡No lo sabremos eso los chilenos!!).
Sólo así hay legitimidad, que no es otra cosa que hacer lo que se debe hacer y no solamente lo que se puede o conviene.
Si bien el fútbol profesional es una actividad con fines de lucro, ello no le da derecho a ser permisiva con principios propios del mundo del deporte.
Si los valores del fair-play son la diferencia y posicionamiento social e individual que reclaman para sí quienes están en el mundo del deporte, con mayor razón dichos valores son los que deben movilizarlos en busca de su legítimo lucro.
En la alta competencia los resultados, más que los procesos, son los que mandan.
Por ello, la misma legitimidad que tiene un entrenador o un futbolista para tomar nuevos rumbos cuándo ello le supone una mejora deportiva y económica, la tiene un club para cesar a un jugador o un entrenador por bajo rendimiento.
La canción de los procesos, el largo plazo y la espera ante malos resultados, ya no van por el lado del alto rendimiento sino por la formación. No es signo de ignorancia deportiva de una directiva que se niega a ofrecer contrato a 4 años plazos ni respaldar a todo evento a un entrenador o a un futbolista de bajo rendimiento. Es sólo resguardar un horizonte de éxito que se ve afectado por ese resultado.
Tanto como nos parece mal privar a un deportista de acceder a un futuro mejor, no nos debe parecer bien que el club deba resignarse a perder un patrimonio deportivo por el mal trabajo de sus futbolistas o técnicos.
La oportunidad de entrenar y jugar tiene un valor y hay clubes que son una excelente vitrina. Dirigir o jugar en Santiago, o en provincias cercanas a la capital, en clubes con capacidad de invertir más allá de la media, supone reales alternativas de éxito deportivo y visibilidad en los medios, lo que construye una buena plataforma para escenarios mayores.
Los técnicos y jugadores que llegan a estas instituciones deben estar dispuestos a pagar un precio por esto: menor renta, clausula de indemnización y/o lo que la imaginación de los asesores disponga.
Los clubes tienen derecho a ofrecer contratos indefinidos, que se pueden terminar con sólo un aviso. Los entrenadores y jugadores, derecho a cobrar grandes premios por objetivos.
Pero nadie, a ser juzgado en su competencia o idoneidad personal, técnica o directiva por la variante económica de un contrato profesional.
Este caso ayudará a reflexionar y fijar principios de actuación para que las cosas en el fútbol chileno dejen de ser buenas o malas dependiendo de quién se trate.