Conocí a L mientras estudiaba en una universidad que, pese a ser privada, era reconocidamente de izquierda. Él era un preso político que debía pernoctar cada noche en la cárcel hasta terminar su condena, para lo que restaban varios años aún. En el día, estudiaba sociología conmigo y otros como yo, es decir, jóvenes que todavía no cumplían quince años cuando llegó la democracia.
Desde luego, tenía entrenamiento militar. Había hecho múltiples “recuperaciones”en las postrimerías de la dictadura, siendo él mismo casi un niño también, aunque nacido en una población donde la pobreza más extrema campeaba. En ese contexto, fue un paso natural ingresar al Frente Patriótico Manuel Rodríguez y abrazar la lucha armada contra el gobierno de facto.
Al comenzar el gobierno de Aylwin, sin embargo, L y otros combatientes que provenían de la marginalidad y se habían curtido en la ideología de la lucha de clases, no supieron cómo reinsertarse a una sociedad donde ya nada justificaba la violencia. Tampoco hubo políticas públicas serias para introducirlos a un mundo que desconocían; en cambio sí hubo represión, persecuciones, encarcelamiento.
Antes de terminar sociología, L fue abatido por un guardia de seguridad que defendía un camión Brinks. Intentaba un asalto junto a viejos compañeros de armas. Estaban descolgados del Frente, eran delincuentes comunes. Con todo, su funeral fue multitudinario, la población entera fue a despedirlo hasta el cementerio. No se vio a ningún político oficialista entre los asistentes.
Pues bien, hay temas difíciles de abordar. Y, sin duda, la resistencia paramilitar contra Pinochet es uno de ellos. Tras la caída de los metarrelatos, el fin de la utopía y el desplazamiento de todo pensamiento totalizante y teleológico, apostar por una causa política incluso a costa de la vida de los enemigos y de la propia, parece hoy una opción cuestionable, cuando no de frentón inadmisible.
Pero es un tema difícil de abordar, incómodo, porque tampoco es posible hacer un juicio lapidario, una condena simple y burda, a la lucha armada de esos años. Ahora, 25 años después, conocemos bien la ferocidad de la dictadura, los métodos que usó contra la subversión, la idea abismante de todo un Estado organizado para eliminar a sus miembros disidentes.
Así las cosas, la rigidez de la ética contemporánea, nacida a la luz, precisamente, de los totalitarismos del siglo XX, se cruza con la constatación histórica –cargada, comprensiblemente, de una intensa afectividad– de que un puñado de militantes tuvo la lucidez de dimensionar las atrocidades que se cometían en Chile y actuar en consecuencia.
En este escenario, resulta urgente una pieza teatral como Escuela, del reconocido director y dramaturgo Guillermo Calderón (Neva, Diciembre, Clase, Villa + Discurso), estrenada originalmente en 2013 con motivo de los 40 años del Golpe, y que hoy vuelve a cartelera entre el 6 y 16 de agosto en el Teatro de la Palabra.
No siempre textos y montajes de calidad se valoran, pero con este sí ha ocurrido. Además de una crítica especializada que la alabó en su minuto, y un público que abarrotó las salas donde se presentó, ha podido girar por Brasil, Alemania, Portugal, Grecia, Francia, Estados Unidos y Alemania,mostrando escenas y diálogos de nuestro pasado reciente analizados bajo el tamiz de un arte que mira la condición humana desde su complejidad inherente.
La obra narra la historia de un grupo de jóvenes que en los ochenta recibe instrucción paramilitar,y que persiguen un plan ambicioso: derrocar la dictadura de Pinochet. Se esboza de este modo la perspicaz desconfianza que algunos tenían respecto al plebiscito del 88: o era un fraude electoral para que ganara el Sí, o lograba la legitimación institucional del modelo de Pinochet si ganaba el No.
El adoctrinamiento de estos cinco combatientes se despliega desde todas sus dimensiones. Ahí está la teoría marxista manualizada, la orgánica interna de la subversión, el examen de los dispositivos represores –describiendo en detalle la guerra psicológica que montaron a partir de los saberes importados porla CIA y el pentágono–, así como el entrenamiento propiamente militar, en el uso de armas de fuego o la elaboración de explosivos.
La obra, sin embargo, no es una crítica ni tampoco una apología de esta situación límite, incomprensible si se la revisa fuera de su marco histórico. El tema, más bien, se reflexiona, se problematiza a través de muchas formas, siendo la más visible de ellas el humor. Con ese recurso, se resta ese trágico halo de gravedad y heroísmo que rige a quienes se han propuesto salvar al país, cuando no al mundo. También, se humaniza a estos personajes inmersos en una épica que los sobrepasa tan notoriamente.
El elenco de la obra está compuesto por Luis Cerda, Andrea Giadach, Camila González, Francisca Lewin y Carlos Ugarte. Sus actuaciones son impecables. La dirección y dramaturgia es, como ya señalamos, de Guillermo Calderón.
Por supuesto, el montaje obliga a preguntarse por aquellos jóvenes que, como L, dieron la vida en los ochenta y que el advenimiento de la democracia dejó a un lado. Muchos pagaron con largas condenas en la cárcel no saber cómo ingresar a esta nueva sociedad chilena; otros con la vida. L pertenece al segundo grupo.
Escuela es, entre muchas otras cosas, un homenaje a esos niños que empuñaron revólveres, pusieron cargas explosivas en el alumbrado público, pintaron lienzos, recitaron a Marx de memoria, usaron capucha y participaron de todas las protestas a fines de los ochenta, para pasar al olvido en la década siguiente, cuando todos querían olvidar la pesadilla que se había dejado atrás, en buena medida, gracias a esos mismos y desmesurados combatientes.