El año pasado, Víctor Herrero, periodista de dilatada trayectoria, publicó un libro de indudable valor político e historiográfico, además de periodístico: Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio (Debate, 2014).
El volumen cuenta entre sus cualidades una aguda descripción de los cuadros políticos de los últimos dos siglos en nuestro país, y la acuciosa cartografía del poder empresarial en idéntico período. Ambas esferas, desde luego, han permanecido imbricadas a lo largo del tiempo, y aquello que hoy avergüenza en los casos Penta o SQM, antes era laúnica manerade conducirse–abierta y sin pudores ni ambigüedades– de la élite nacional.
Asimismo, el texto revela el papel determinante de cinco generaciones que han tenido como patriarca a un Agustín Edwards, portavoces legítimos de la clase dirigente desde sus inicios como clan familiar, lo que adquiere rasgos institucionales a partir de 1900, con la fundación de El Mercurio de Santiago.
A los datos ya sabidos –o por lo menos imaginados– sobre el papel de Edwards Eastman en el derrocamiento de Allende, se suman las intervenciones que realiza junto a la CIA para que Frei Montalva sea elegido en 1964. Eso en cuanto a la historia reciente, pues con anterioridad se deja constancia de la absoluta influencia de cada uno de sus antepasados en los gobiernos que comandaron al país desde el siglo XIX en adelante.
Sin embargo, esta saludable cátedra de historia nos depara también otros antecedentes, vitales para entender la psicología de la oligarquía nacional. Me refiero a la diatriba sobre el origen supuestamente noble de los Edwards y, en las antípodas, la versión que conjetura que esta influyente familia desciende, más bien, de un simple contrabandista inglés.
Los Edwards solían relatar de la siguiente forma el nacimiento del clan: George Edwards, cuarto hijo del barón Mostyn de Vaux, no siguió la carrera de las armas como sus hermanos, optando por graduarse de médico en un prestigioso colegio londinense. Todo parecía depararle un futuro de gloria; empero, tuvo la desafortunada ocurrencia de enamorarse de “una bella bailarina perteneciente a las clases comunes y, por amor, renunció públicamente a su sangre noble”, adoptando el vulgar apellido de Edwards.
Como en los cuentos de hadas, su esposa fallece pronto y él, ciego de dolor, se embarca para olvidarla. Cuando la fragata rusa en que viajaba naufraga, su aristocrático padre lo da por muerto. Esto, por supuesto, no era cierto, y George Edwards desde entonces comienza un trepidante periplo por mares desconocidos hasta llegar en 1804 a las cosas de Coquimbo, a bordo del Blackhouse, donde es acusado injustamente de realizar contrabando.
El reverso de esta narración tiene bastante más asidero, según todos los genealogistas que se han ocupado del caso. Da cuenta de que George Edwards Brown, nacido en Londres, es hijo de un matrimonio de la clase baja que a poco andar se convierte en corsario de un navío inglés. En dicho navío es, además, el barbero, no el médico de la tripulación.
El gran Joaquín Edwards Bello, uno de los cronistas más relevantes de la tradición criolla, como pariente que es, se siente orgulloso de esta última versión, asegurando que “haber sido corsario en el siglo de oro de la Marina británica nos acaricia agradablemente el corazón: nos parece el más gallardo, romántico y heroico de los oficios de la época”.
Como dije, los genealogistas se inclinan sin excepción por el origen proletario del primer Edwards. Ahora bien, esta disputa por la ausencia o presencia de sangre noble, nos enfrenta a varias enseñanzas. Lo primero, la historia de los Edwards demuestra un hecho casi siempre vergonzante para las clases altas, no solo de Chile, sino de todo Latinoamérica: casi todos fueron emigrantes pobres, descendientes de personas que en sus países no eran nadie.
Es decir, las familias de apellidos vinosos no son distintas a los migrantes actuales, solo que su temprana llegada al continente los puso en buen pie para instalarse en el rol de clase dirigente.
Lo segundo, pese a que buscan y fabulan un origen noble británico, lo que demuestra la familia Edwards es la máxima liberal: los descendientes de un contrabandista resultan ser excepcionales en los negocios, y terminan levantando uno de los imperios económicos más importantes de Latinoamérica. Así, este clan es la encarnación del espíritu del capitalismo.Son, desde el primero que arribó al norte de Chile, el ejemplo vivo de que existe el self-mademan.
Por esto, es comprensible el giro que, de acuerdo a la biografía de Herrero, hacen mediando el siglo pasado, cuando empiezan a interrumpir sus relaciones (comerciales, políticas y culturales) con Inglaterra para volcarse a múltiples alianzas con EE.UU, la última de las cuales, conviene advertir, termina con la caída de un Presidente.
Como sea, Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio, es un libro que nos invita a descubrir cómo un puñado de familias ha dominado todas las esferas de la nación desde la misma Independencia. Y, de costumbre, lo ha hecho para gestionar sus intereses de clase, mantener o aumentar su influencia política, preservar su riqueza y sus privilegios.