Una niña, vestida de uniforme escolar, hace dedo en la carretera, en medio del desierto; luego, también en ese paisaje perdido en la nada, aparece otra niña de uniforme, que se desploma. Ambas son vistas por un mismo sujeto, Torres Leiva, un fotógrafo que acaba de llegar de Santiago para trabajar en un diario de Iquique.
La segunda niña sangra, está herida. El fotógrafo la lleva al hospital. Está en coma. Después se sabrá que su nombre es Ximena, tiene 14 años y desapareció hace dos de su casa, sin dejar ninguna huella tras de sí. Asimismo, se conocerán datos de su vida previa a perderse en el norte chileno, una vida terrible, abarrotada de violencia y miseria.
Hay rumores de que Ximena, junto a un grupo de niñas de su misma edad, todas alumnas de una humilde escuela de Alto Hospicio, se fueron, huyeron, arrancaron de su opresora realidad. La tesis es difundida por los propios carabineros que han sido incapaces de dar con sus paraderos.
En ese rumor –que es otra forma del silencio y la abulia– se intuye no solo negligencia, también complicidad. De pronto, Ximena despierta. Cuenta lo que sucedió con ella en esos dos años. La comunidad tranquiliza su conciencia cuando, más tarde, las desapariciones y crímenes se aclaran. La justicia y las policías se muestran conformes, orgullosas, con el hallazgo. La historia, desde la oficialidad, se da por cerrada.
“Todo eso es mentira, dijo ella”. Esta oración es un capítulo entero, una de las cinco partes que conforman el libro que narro. Además del juego formal, dicha sentencia viene a dar un vuelco en el caso. Entonces, en la página 207, comienza de nuevo la novela.
Este eje argumental se desarrolla en una atmósfera apocalíptica: la virgen de Pozo Almonte que llora sangre, la religiosidad enfurecida de la fiesta de la Tirana, el anuncio del fin de los tiempos y el juicio final de los Testigos de Jehová, el atentado a las Torres Gemelas, una ouija que comunica que las niñas están muertas, la neblina y el olor a harina de pescado que inunda la ciudad, un terremoto y, después, la posibilidad de un Tsunami, un viaje a Tacna donde prolifera el comercio sexual para pederastas.
Por cierto, para los que todavía no lo leen, hablo de Racimo (Random House, 2014), la segunda entrega de Diego Zúñiga, escritor nacido en Iquique en 1987.Su primera obra, Camanchaca (2009), le trajo elogiosos comentarios y la venia del público. De hecho, podríamos decir que le acarreó un éxito sorprendente.
Ese rápido despegue como narradores, precisamente, justo aquello que nunca sucede en la literatura chilena, que conoce más bien de carreras lentas y prolongadas por décadas antes de premiar a un autor con algo de prestigio. En general, quienes triunfan en las listas de los más vendidos no poseen buena acogida de la crítica y, quienes son valorados por los especialistas, rara vez publican en tirajes de más de 300 ejemplares. Claro, hay excepciones. Esta es una.
Y uno se alegra de lo que sucede con Zúñiga. En un tiempo de subjetividades marcadas por un narcisismo patológico, él resulta una encomiable anomalía, más interesado en la literatura que en la reputación que puede generar ser escritor.
Sus dos novelas son el reverso exacto de lo que propone Rivera Letelier acerca del mismo inhóspito escenario: el norte de nuestro país. De esa especie de gastado realismo mágico que retrata Rivera Letelier, saltamos a un realismo a secas, brutal, de Zúñiga; del barroquismo exacerbado, a un laconismo elocuente. Pero es otra la diferencia más importante: en los textos del segundo no hay folclor ni color local, tampoco exotismo. Es decir, no pretende transformar al norte en un producto turístico de exportación.
Racimo, sin embargo, depara otras sorpresas literarias. Una de las más relevantes: los intertextos con el mentor de toda la nueva generación de escritores, nacidos en las décadas de los 70 y 80: Roberto Bolaño. Podemos adelantar dos, específicamente con 2666 (2004).
Primero, las mujeres y adolescentes muertas en la localidad mexicana de Santa Teresa de Bolaño se corresponden con las niñas abusadas, prostituidas y asesinadas de Zúñiga.
Segundo, en Bolaño tiene un papel protagónico Florita Almada, una vidente apodada La Santa que advierte, por primera vez en televisión, de las desapariciones de mujeres jóvenes en aquella ciudad fronteriza con el país del norte. En Zúñiga, en tanto, un personaje nominado como doña Emilia se hace cargo de estos saberes milenarios, alternativos a la ciencia. Estas intertextualidades (sobre femicidios y videncia) dan cuenta de la naturaleza inasible,feroz y posmoderna que define a Latinoamérica.
Zúñiga, con una obra incipiente traducida a varios idiomas y un lugar de preeminencia en un sello transnacional, demuestra que en ocasiones el reconocimiento crítico y el favor de los lectores se corresponden con la calidad de los textos. Eso ocurre pocas veces, es cierto. Pero aun así ocurre.