La literatura, como ningún otro arte, nos da ejemplos de lo que es, lo que ha sido la personalidad humana, sus cualidades y defectos a través de los siglos. Por citar un par de ejemplos, en las obras del clasicismo grecorromano vemos que no existía la obsesión por la fama de hoy o en las del siglo XVIII –La nueva Eloísa, de Rousseau, Las relaciones peligrosas, de Laclos- aquellos que pertenecían a la aristocracia morían por amor, se mataban por más influencia, pero nunca se jactaban del exceso de trabajo.
Desde la segunda mitad de la centuria pasada hasta el presente, han surgido innumerables y nuevas tipologías humanas, pero ninguna supera a esos hombres y mujeres que hoy exhiben con orgullo infinito el agotamiento, la fatiga, el desgaste que les produce atarearse las 24 horas del día. Si un alto mando se atreve a decir: lo paso fantástico sin hacer nada, me encanta la flojera, me he dedicado a contar moscas, lo despachamos ipso facto al manicomio o huimos de él como del ébola.
Así es, los hiperquinéticos adultos, también llamados trabajólicos, están a la orden del día, son admirados por todos cuantos los conocen y poco falta para que sus seguidores deseen poner sus nombres a ciudades o pueblos antes de tiempo. ¿Qué es lo que caracteriza a estos individuos por sobre el resto de la especie?
En primer lugar, su eficacia a toda prueba, la facilidad para ordenar y hacer cumplir lo que disponen, en fin, vigilar, estar encima de uno en todo momento, no dejar tranquilo a nadie ni a sol ni a sombra, poner a prueba a los elegidos para volverlos felices, hacerlos sentir importantes.
En segundo lugar, se trata invariablemente de dirigentes, súper ejecutivos, altos puestos, rectores, directores de corporaciones, líderes de partidos políticos, ministros y suma y sigue. En otras palabras, estamos ante ciudadanos y ciudadanas que ejercen poder. ¡Y vaya cómo lo ejercen, pobre del que se descuide!
En tercer lugar, todos y todas, por lo general, detentan posgrados, maestrías, doctorados y una serie de calificaciones que deslumbran a los empleados que están bajo ellos, sumiéndolos en el embobamiento. Si algún subordinado se atreve a decir que muchos de ellos son psicópatas de tomo y lomo, workaholics se denomina en inglés a este severo desorden mental, es posible que además de perder el empleo, termine en la consulta psiquiátrica.
La verdad es que todos, cual más, cual menos, celebramos a estos energúmenos, pues tendemos a pensar que, sin ellos, ni el país ni nada funcionarían. Sin embargo, por lo que se sabe, ni Julio César, ni Isabel la Católica, ni Catalina la Grande, ni Napoleón, ni Churchill o, más cerca de nosotros, ni O’Higgins, Portales o Balmaceda, jamás fueron trabajólicos y las cosas andaban bastante bien bajo sus mandatos.
Ahora es imposible siquiera concebir un Presidente de la República, una Primera Ministra, un gerente de una firma transnacional que no sea hiperquinético. Si uno de ellos o ellas expresara que adora la pereza, perdería enseguida el cargo.
¿Y el resto de las personas, digamos, comunes y corrientes? No hay, es del todo inadmisible que haya secretarias, obreros, ascensoristas, aseadores, nanas, empleados, carpinteros, albañiles, choferes del transporte público, taxistas, mozos, conserjes, jardineros, peones, artesanos, proletarios que se califiquen a sí mismos como trabajólicos.
Es decir, el 90% o más de la población humana jamás cabría en esta augusta categoría. Y por una simple razón: solo los poderosos pueden atribuirse a sí mismos la eficacia, el valor incalculable que supone estar reventado de pega.
Claro que eso, al menos en nuestro país, supone que, en un mismo edificio, que es ocupado por determinada empresa, el jefe máximo puede ganar $ 300 millones y quien le acarrea los papeles recibir la módica suma de $ 200 mil. Esto no es exageración y ha sido, una y otra vez, comprobado, documentado y es tan archiconocido, que ya es un lugar común. Pero despreciar el lugar común puede resultar peligroso, por el mero hecho de que ignoramos la realidad manifiesta y es otra forma más de disfrazar lo que somos, ocultarnos de nosotros mismos.
La prensa escrita, la radio, la televisión se han sumado con fervor al aplauso irrestricto de estos protagonistas detestables del diario vivir que son los hiperquinéticos trabajólicos, cuyo estatus crece de modo exponencial.
¿Algún entrevistado o entrevistada célebre asevera por casualidad que no está abrumado a causa del yugo que lo ata, el oprimente contrato que lo obliga? Por supuesto, nadie lo hace, ya que, de nuevo, es preciso afirmar que sus existencias consisten en una serie de tormentos que, de más está decirlo, se traducen en beneficios de decenas y decenas de millones de pesos.
Digámoslo de otra forma: si un hijo o un nieto nos sale hiperquinético, nos preocupamos seriamente y lo hacemos pasar por unos 50 exámenes médicos, psicológicos, psicométricos, psicomotrices y de toda índole. Pero si ese mismo hijo o nieto llega a encabezar una firma multinacional, nos ufanamos hasta decir basta. Y no solo por sus espectaculares remuneraciones, sino, muy en especial, por la reputación que conlleva ser trabajólico.
Desgraciadamente, no nos damos cuenta de que ese prójimo carece de toda interioridad, jamás leerá por placer, el cine le importa menos que cero, el arte solo le servirá para lucirse (si es que distingue entre Rembrandt y Van Gogh, algo discutible), la cultura no es su prioridad, será siempre absoluta y totalmente incapaz de interesarse en los otros, sufrirá horrores si no se cumplen tales y cuales metas, en suma, es un ente que subyuga, sojuzga, tiraniza, esclaviza y hace infelices a todos los que tiene cerca.
Si quedan dudas con respecto a la inhumanidad de estos burócratas, bueno, echemos un vistazo a un supermercado, a las cajeras y los muchachos y muchachas que meten las mercaderías en bolsas, a los que manejan los carros, al resto del personal. Y no nos estamos refiriendo a otro tipo de establecimientos, donde, además de tener buena presencia, es imprescindible quedarse hasta altas horas de la noche si el patrón está con sobrecarga de tareas pendientes.
Definitivamente, los trabajólicos no son la sal de la tierra. Para nuestra condenación, parece que se han instalado con el fin de quedarse en el gobierno, en todas las organizaciones, en las fábricas, en los colegios, en las universidades, en la administración pública y el sector privado, en el campo, en la ciudad, en el mar, en todos los países y pueblos del mundo.
Ni qué decir tiene, el origen de esta alarmante forma de neurosis proviene de donde proviene casi todo en el presente: los Estados Unidos de América. Con una diferencia fundamental, eso sí: allí ya saben que es una patología, una enfermedad que requiere una rigurosa terapia.
Aquí, en cambio, los trabajólicos florecen como el aromo en invierno y los claveles en verano.¿Por cuánto tiempo más? Por cierto, no podremos vivir lo que nos queda de nuestro paso por la tierra en manos de estos posesos. Tarde o temprano van a desaparecer y quizá serán reemplazados por robots. Si así fuese, es preferible eso a soportar los humores de un hiperquinético profesional.