Conocí a Antonio Skármeta el año 88, el año del plebiscito. Un grupo de periodistas estábamos creando la revista Caras y queríamos orientarla principalmente a terminar con el apagón cultural, que bastante daño nos había hecho.
Todavía eran tiempos difíciles, había que despachar el primer número en abril de ese año, cuando más de medio Chile aseguraba sobre sus cadáveres que ganaba el Sí.Entonces resolvimos maquillar nuestro apronte al tema y titular la sección “El show cultural”.Nuestros primeros columnistas fueron Antonio Skármeta, Marco Antonio de la Parra, Delfina Guzmán, Elizabeth Subercaseaux, M. Elena Wood.
La primera página era de Skármeta, grande como él, con foto y todo. Me había llamado profundamente la atención el filme “Ardiente Paciencia”, estrenado en el cine Oriente unos años antes. La cinta precedió a la novela y la relación entre Neruda y su cartero fue marcadora hasta el día de hoy. “Il postino”, la película. “Il postino”, la ópera.Un cuento que parece no agotarse.
De allí que en la redacción esperáramos un profundo ensayo sobre el drama de Chile, pero su columna se llamó Elvis y su comentario, lo que el rey del rock significó a toda una generación de jóvenes y no tan jóvenes en el mundo entero.
Ése es Antonio. Uno de los hombres más cultos, más simpáticos y llenos de vida que he conocido. Diez años después me invitaría a ser la madrina en una comedia que inventó para lanzar “La boda del poeta” (Premio Médicis), en la cúpula del Parque O´Higgins.
Súper desubicada, fui de largo y terciopelo azul. El padrino era el Coco Legrand, de jeans y polera. En otra ocasión me invitó a uno de sus famosos cumpleaños. El plato de fondo, la Canción Nacional tocada en versión cumbia por una banda joven que nos hizo bailar a todos en medio segundo, trencito incluido.
Cuando cumplió 70, invitó a sus amigos al Nescafé de las Artes y les tuvo de entrada, plato de fondo y postre, a Florcita Motuda, Nicole, Myriam Hernández y Cecilia Echenique, entre otros. Además, ni se amilanó, cantó con ellos como un DJ cualquiera.Es su lado frívolo, el que levanta críticas y despierta envidias.
Antonio es grave y es joven. Es culto, demasiado, y es llano. Habla con cada uno a su nivel. Y escribe con belleza estética. Pero su mayor gracia no reside ahí sino que en su profundo conocimiento de la condición humana.
Él construye una relación entre dos personas totalmente distintas entre si, de una manera tal que logra convertirla en tema universal. Él es capaz de hacer lo mismo con la gente que lo rodea, con sus amigos y con su gran amor, Norita.
El Premio Nacional ha distinguido a un escritor chileno que se mueve por todo el mundo pero que escribe como si estuviera siempre anclado en su país. Porque le escribe a su gente, a quienes conoce como la palma de su mano.