“Nada cambia si nadie lo hace cambiar” (Pedro Aznar)
“¿Y si Dios fuera una mujer?”, se pregunta Juan Gelman casi al inicio de un poema que titula Preguntas, una bella y terrible defensa de la divinidad, esa que cada uno de nosotros lleva y guarda consigo pero que, cada tanto, aplastamos por falta de entendimiento e imposición.
“¿Y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon?”, insiste, adjudicando con nombre propio tal posibilidad también a quienes han sido mezquinados del juicio amable, aquel que voceado como mayoría, pero con discutible sentido de tal, cotidianamente se niega a lo distinto.
“¿Y si Dios moviera sus pechos dulcemente?”, por tercera vez arremete, abriendo el cuadro de lo posible a las prácticas tenidas por impropias, juicio moral mediante, y que en el caso del texto en cuestión termina con la quema de las susodichas, luego la muerte de Dios, por haber sido vistas saliendo de hospedajes sospechosos, en camas de burdel o “fornicando con sastres, zapateros, carniceros de toda Pickapoon”.
“Si Dios está en cada uno de ustedes, están asesinando a Dios cada día”, con increíble sentido de la intertextualidad y a propósito de los diarios crímenes humanos interviene Rantés, el personaje que lúcidamente interpreta Hugo Soto en la aún más preclara Hombre mirando al sudeste.
No en sentido estricto y sí apuntando a nuestra manchada de sangre indiferencia, su apelación a la estupidez como la más mortal de las armas humanas lo hace cuestionar nuestra normalidad, y la felicidad que se le asocia, sosteniendo lo enfermo que es encerrar a quien muere de tristeza para no verlo, dilapidar lo que se tiene en vez de entregarlo a quien tiene hambre, o mirar al costado cuando alguien nos pide ayuda.
En ello nuestra ceguera y su acostumbramiento, la pregunta por nuestro doble estándar –“¿por qué no dejan de una buena vez la hipocresía y buscan la locura de este lado?”–, sitúa en su borroso margen una línea que no sirve única e inocentemente a la declarada búsqueda de salud de la psiquiatría, tampoco, aunque parezca redundante, a la lucha contra la insania que se arroga.
Allá y acá una directa alusión a nuestras formas de relacionarnos con la diversidad y lo creadora o poiética que ésta es, su aplastamiento en nombre de la razón, irracional en el caso de la hoguera a que van a dar las Seis Enfermeras de Pickapoon e inexplicable en el estado de catatonia a que se induce progresiva y terminalmente a Rantés, otra vez pone en cuestión, sin que se cuestione por supuesto, el estado de las cosas y lo establecido como excusa para no hacer mucho en otro sentido.
En manos del sistema la inacción, o a manos del sistema el hecho de lavárnoslas en el, nuestro no reconocimiento como parte suyo escaso margen deja a una comprensión del mismo como cosa viva y menos a la posibilidad de hacer algo para modificarlo.
Conservadores quienes defienden a gusto lo existente y conservadores también quienes lo terminan haciendo sin disgusto, su cotidiana y compartida mantención tampoco deja ver los muchos hilos que lo sostienen, no pocos en manos de quienes dicen o decimos estar en contra de lo que ahí hay.
A la salud de quién, la pregunta que en consecuencia tendríamos que hacernos cada vez que invocamos al sistema y dejamos de ir contra corriente, deja a la vista el fortalecimiento que de su informe figura hacemos todas aquellas veces que cerramos los ojos y no bregamos ante lo que nos parece irremontable.
Más cuando invitamos o condicionamos a otros a hacer lo propio, bajar los brazos a estos efectos aparece como la mitad pasiva de aquella otra que llama a subirlos, pistola en mano, o como sea que su dominante y acomodaticio discurso se nos presente.
Caras de una misma moneda, su llamado a entrar en vereda, léase aceptar los contenidos y maneras de la norma, no resulta muy distinto que impedir a otros sostener sus creencias, prácticas u opiniones solo por ser diferentes o no ajustarse a lo hegemónicamente saludable.
No es el caso del recientemente fallecido poeta argentino, que una y otra vez golpeó las puertas de la incomprensión, su lucha contra la falta de respuestas, literales y metafóricas, lo sitúan a la cabeza de la pequeña y gran batalla diaria por la coherencia, esa que oponiéndolo íntimamente al totalitarismo de su tiempo, también lo hace, doble valor, con respecto a la solapada y no reconocida encarnación de ese impulso en nosotros mismos. Gran virtud, la insistencia de su poesía, hermosa y necesaria, no permite soslayar la fuerza con que viene escrita.
“¿Y acaso Dios no sale de los hospedajes con una mirada triste en la boca?”, la reflexión que con sentido de la perplejidad descubre en lo diverso su humana y equivalente divinidad, más acá de su escritura y a poco de su muerte –la de Dios, travestido en las protagonistas del poema, y la suya, el mensajero que nos habla de esa diaria agonía–, no puede no decantar en la interrogante por las veces en que fuimos parte de tal u otra lapidación.
Su respuesta, personal y no endosable, no tiene, ni podría tener, la belleza con que Gelman llama a no hacernos los desentendidos o inocentes.
La razón, y tal como él mismo dice en otra parte, es porque “sólo la esperanza tiene las rodillas limpias”. Y ello, a no equivocarnos, es porque “sangran”, tal como Dios, las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon, Rantés o cualquiera de nosotros cuando esas piedras, certeza y no veleidades de la física, vuelven sobre nos y ahí, golpe sin regreso, hacen su calvario, cruz y espada, normalidad o mayoría.