Enrique Murillo, uno de los más importantes editores y traductores españoles -ha trabajado para Anagrama, Plaza & Janés y Alfaguara, creó el suplemento “Babelia”, de “El País” – acaba de publicar un artículo para EL TIEMPO, de Bogotá.
Bajo el encabezamiento “De ediciones que pasaban del millón de ejemplares se ha llegado a los 1200”, analiza la gravísima crisis por la que pasa el libro en su nación y la liga directamente con el lamentable momento económico que ahí se vive.
En síntesis, Murillo expresa que el primer problema de la edición ha sido la burbuja, similar a lo que ha sucedido con la construcción.
El segundo, derivado del anterior, ha consistido en la transformación del libro en un producto de consumo de las masas, lo que no solo ocurre con los superventas y los textos de autoayuda, sino también con los clásicos y los grandes ensayos.
Y el tercero es lo que Vargas Llosa llama la “civilización del espectáculo”, a saber, “la cultura, en el sentido que tradicionalmente ha tenido este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer”. En otras palabras, los libros han dejado de ser el instrumento esencial para pensar críticamente el mundo y se han convertido en una herramienta óptima para conseguir de la gente una ciega aceptación de la vida tal como está establecida.
En cuanto a la burbuja editorial y sus consecuencias, Murillo es clarísimo: si en los años 90, los títulos que se vendían en lengua española alcanzaban la inusitada cifra de 300 mil a 500 mil ejemplares, poco después ese guarismo se duplicó, triplicó y hasta cuadruplicó.
Así, las novelas de Stieg Larsson, Dan Brown, Ruiz Zafón y los textos tales como “Quién sabe dónde está mi queso” u “Orgasmo seguro” superaban, con creces, varios millones de tomos impresos.
Muy pronto quedó en evidencia que el mundo literario se convirtió en una industria de consumo. Los libros se compraban de forma masiva en los malls y los supermercados, al lado de las pechugas de pollo o los detergentes.Durante esos años, se desencadenó una batalla feroz por parte de las empresas transnacionales, que liquidaron a las casas editoras independientes.
En adelante, solo valían las listas de libros más vendidos de la semana. Los autores se convirtieron en “marcas” y el baile multimillonario llegó a Latinoamérica, donde los grupos españoles aniquilaron a nuestras editoriales.
Además, se disparó la transformación del escritor en “entertainer”, un sujeto cuya aparición en los medios era indispensable para que los intelectuales opinaran sobre cualquier cosa con tal de aumentar las ganancias, aunque fuera solo a base de puro exhibicionismo.
Ahora las condiciones han cambiado de manera dramática en España. Con 5 millones de cesantes, la gente no está para lujos como abordar la literatura. La caída en las ventas va en picada y, hoy por hoy, una tirada de 1200 ejemplares cubre sobradamente la manufactura de un vasto porcentaje de los libros impresos, incluso los bestsellers.
En cuanto al ebook, es inexistente, pues apenas alcanza el 1% de la facturación total. Frente a este desolador panorama, Murillo reflexiona sobre la función social que habían tenido los editores: publicar obras que en lugar de dejar al mundo tal como estaba, lo miraban de otra manera, lo transformaban, recordando a quienes leían que había nuevas visiones críticas de encarar la sociedad.
Si esto ocurre en la Madre Patria, que tiene 50 millones de habitantes, o sea, un mercado enorme, y sigue siendo, pese a los aprietos que sufre, uno de los países más poderosos en Europa, ¿cómo andamos por casa? Por lo menos allá tienen conciencia de su situación y la voz de Murillo es una entre muchas otras que, a diario, se alzan para discutir y también para proponer soluciones frente a la avalancha que se les ha venido encima.
Desde luego, hacer paralelos siempre es complejo y puede dar como resultado confusiones; aún así, muchas cosas tenemos en común con ellos, salvo, claro está, la capacidad de fiscalizar, que aquí se ha esfumado por completo y allá parece haberse desbocado.
De partida, entre nosotros nadie podría escribir algo semejante al texto de Murillo, entregado en forma muy resumida, por la simple razón de que el tema que trata no nos interesa absolutamente nada.
¿A alguna persona le quita el sueño pensar que en Chile prácticamente se ha dejado de leer?
¿Tiene relevancia el hecho de que, a pesar de los positivos índices macroeconómicos que exhibimos, la lectura ha pasado a ser un pasatiempo de coleccionistas?
¿Qué más da que se lea o no se lea?
Da exactamente lo mismo, porque eso es lo que subyace en el ámbito nacional y es lo que se dice, se escribe o se manifiesta de múltiples formas, tanto en el discurso público, como en la esfera privada.
La literatura chilena se precipita de modo vertiginoso al nivel de un escondrijo y salvo para unos pocos prosistas, que se creen el cuento porque les va mínimamente bien –aunque son escasísimas las circunstancias en que esto acontece-, el futuro que se divisa es, por decirlo con suavidad, muy inestable. En cuanto a la producción literaria del resto del mundo, es mejor ni hablar, ya que hace tiempo que dejamos de sentir atracción por ella.
Nadie recuerda las terroríficas encuestas realizadas por el INE a comienzos de los 90, cuando se reveló que en una abrumadora mayoría de los hogares chilenos no se había visto ni un libro en los pasados 20 años. Ese y otros organismos han continuado estudiando el fenómeno, con balances contradictorios y, por lo general, menos alarmantes.
Y siempre se pregunta a las mismas personas; todas, sin excepción, son representantes del gobierno anterior o del actual. Naturalmente, responden con entusiasmo, simpatía, verbosidad, explayándose en las maravillas de nuestras bibliotecas, en el éxito de las respectivas políticas estatales, en la creciente difusión del material escrito y en otras charadas por el estilo.
¿Es remotamente posible que una persona que sirve a intereses determinados pueda contestar con seriedad cuando esos intereses se ven afectados? ¿Es siquiera probable que un funcionario que trabaja o trabajó para instituciones oficiales reconozca aspectos negativos en cuanto a la labor realizada? Jamás de los jamases, por lo menos aquí, donde todo es, si no soberbio, muy promisorio.
Sin embargo, en España, un país muchísimo más culto que Chile, y, por cierto, mucho más desarrollado que nosotros, hay bastantes hombres y mujeres que, lisa y llanamente, dicen la verdad: estamos viviendo una catástrofe y al paso que vamos, las librerías se demolerán. O sea, tienen plena conciencia del peligro que enfrentan. La crónica de Murillo es apenas un ejemplo de elemental lucidez y cada día aparecen reportajes semejantes.
Tal vez ellos han aprendido lo que nosotros definitivamente parecemos haber olvidado. En esta larga y angosta faja de tierra siguen reinando el jolgorio, el optimismo bobalicón, la mala fe del ignorante.
Por lo tanto, si en un tiempo más el libro y la lectura se desvanecen, no tendremos derecho a quejarnos. Y si nuestros padres o abuelos pensaron que podríamos llegar a ser un país culto, eso ha pasado a ser el porvenir de una ilusión.