Ni George Orwell ni Ray Bradbury, en sus obras de anticipación más espeluznantes, pudieron jamás concebir el cuadro de alucinación, desvalimiento y anestesia que hoy muestra el ferrocarril subterráneo de Santiago.
Este cuadro se compone, en los horarios punta, por los miles, cientos de miles de personas que a diario desfilan, en ominoso silencio, como ganado que va al matadero, por espectrales pasillos, oyendo por altavoces palabras incomprensibles, con la esperanza de conseguir un hueco, por más mínimo que sea, en alguno de los carros.
Y también por el gratificante espectáculo de gente que se empuja para terminar amontonada, apiñada, apretujada, aglomerada, a veces fundida en una masa humana en la que es imposible distinguir brazos, piernas, codos, rodillas, cabezas, glúteos, carteras, zapatos, mochilas, bolsas, maletas, cajas, artefactos para la comunicación y, en general, todo lo que constituye la presencia física y los elementos que las personas comunes y corrientes suelen portar consigo.
Sin embargo, este es el panorama, por decirlo de manera comedida, humano, demasiado humano de lo que a diario significa viajar en metro. Y para decirlo sin eufemismos, conforma el calvario que a lo largo de toda la semana deben enfrentar los santiaguinos.
Hay otro paisaje en el subsuelo de la vía férrea, presuntamente más civilizado, y que al comienzo fue de tipo cultural, sin la feroz estridencia que ahora penetra en todos los ámbitos de ese medio de transporte.
En el presente, tenemos una invasión sonora y visual generalizada, abrumadora, brutal, que ha pasado a ser una especie de Licht und Ton, luces y sonidos, colores y destellos, que, dependiendo de cada cual, embelesan o agobian cada vez que tenemos que caminar por esos corredores o esperar en los andenes.
Al principio, la escenificación de una cantidad de paraderos fue de tipo cultural y se tradujo en un notable resultado. Porque la iniciativa de encargar murales a reconocidos artistas chilenos, como Francisco Smythe, Sammy Benmayor, Mario Toral, Eliana Simonetti o Elisa Aguirre, por nombrar a unos pocos, fue excelente y meritoria.Como dice el bolero, todo eso pasó, todo quedó en el olvido.
Más o menos desde hace una década, en ciertas estaciones se han levantado gigantescas pantallas de alta definición que emiten cortos sobre moda, rock y artículos deportivos. Y en todos los paraderos y en todos los coches de varias líneas se han instalado monitores de televisión, que transmiten una nutrida y fascinante programación. Tiene que ser hipnótica, porque de otro modo no se entendería que los pasajeros giren el cuello y miren embobados esos plasmas que los mantienen con la boca abierta.
Si Bradbury hubiera viajado a nuestro país en fechas recientes y le hubiesen mostrado el orgullo del transporte urbano sudamericano, habría concluido que “Fahrenheit 451” es un relato benévolo y optimista.
En esa ficción, publicada en 1953, los personajes viven las 24 horas del día inmersos en la contemplación de enormes tubos catódicos, colocados en cada pieza de cada casa y en cada muralla de cada una de las habitaciones. Pero lo hacen privadamente. Aquí, en cambio, es una representación pública y obligatoria.
El metro de la capital no funciona todo el día, pero durante el tiempo en que corre, la procesión de ruido e imágenes proveniente de los televisores es ininterrumpida. Como el Big Brother orwelliano, nos acecha sin cesar y no nos abandona nunca, hasta el punto en que, al salir, por ejemplo, a Alameda con Arturo Prat, experimentamos alivio y una sensación de calma bucólica.
Grosso modo, los esquemas con que nos deleitan consisten en noticieros, recomendaciones, videoclips y piezas misceláneas.
Las noticias, que se repiten una y otra vez, nos informan sobre un partido de fútbol entre un equipo de Uagadugú, Burkina-Fasso, y otro de Bucaramanga, Colombia, un asesinato cometido en Maullín, una inundación en Bangladesh, la llegada del subsecretario de Educación de Canadá, la inauguración del nuevo policlínico de Tomé y otros apasionantes sucesos.
Dos secciones fijas y verdaderamente excepcionales se denominan “Mujeres en línea” y “Jóvenes en línea”.
En la primera, siempre acompañada de música celestial, se enumeran los beneficios de cremas de belleza, se indica cómo debe cuidarse la piel cuando hay frío o calor, se sugieren recetas para mantener el cabello brillante, se entregan datos para reducir de peso, se dan consejos para eliminar las arrugas, en fin, se demuestra una preocupación profunda por el género femenino.
En la segunda, con la misma banda sonora, hay avisos de poleras, zapatillas de marca, ropa deportiva, patines y skates, laptops, iphones, blackberries, itunes, ipads, ipods, tablets y toda clase de artilugios tecnológicos actuales.
Existen solo dos explicaciones para entender estos mensajes: quienes los diseñan actúan con la máxima buena fe, exhortando a los potenciales usuarios para hacer lo que se les dice o comprar lo que se les insinúa. O bien se trata de cínicos que deben pensar que todas las mujeres y los jóvenes de Chile son tarados y es absolutamente lícito usar espacios públicos para fomentar su debilidad.
La última gracia del subway nacional es el bilingualismo. Quizá somos los únicos en el mundo que, en las estaciones y en el interior de todos los convoyes, tenemos advertencias en castellano y en inglés, con el objeto de proteger nuestra seguridad y asegurarnos un feliz trayecto.
Indudablemente, resulta delicioso leer “Change of platform only”, “Exit”, “Preferential”, “No passing” y si a ello le añadimos el toque exótico, es casi imposible no sentir un alto nivel de exaltación frente a letreros que rezan “To Maipú”, “Combination to Quilicura”.
Y los millones de turistas extranjeros que se pasean por las estaciones de Zapadores, Pudahuel, Lo Ovalle, Pajaritos, Pedrero, Los Quillayes, La Cisterna, Protectora de la Infancia, pueden creerse en el séptimo cielo al descifrar las complejas instrucciones adheridas a puertas, postes, ventanas, pasamanos y asientos.
Claro que también corren peligro de ser atropellados, descabezados o mutilados si, al descender, se demoran algo de tiempo mientras tratan de entender una frase digna de Proust: “Please caution with the separation between the train and the platform”, que en el original se dice “Mind the gap”.
Preguntarse cuánto dinero ha costado este despliegue de cosmopolitismo sería mezquino.
Tenemos el mejor sistema de movilización pública del continente. Y para distraernos cuando vamos al trabajo o regresamos al hogar, se nos proporcionan manifestaciones artísticas de lujo.