Chile debe haber sido el país más insignificante del imperio español, no solo por ser uno de los más pobres, sino también por encontrarse, literalmente, en el último rincón del mundo.
En consecuencia, no se levantaron ciudades esplendorosas, construidas sobre las ruinas de civilizaciones arrasadas –como México o Lima- ni tampoco tuvimos urbes coloniales y poscoloniales que pudieran rivalizar con las europeas, como es el caso de Buenos Aires, Río de Janeiro o Quito.
Santiago, nuestra capital, jamás pudo rivalizar con ellas en cuanto a arquitectura, trazado vial o poderío económico.
Sin embargo, era tranquila, poco pretenciosa, tenía su gracia y estaba emplazada en un marco geográfico espectacular, al pie de la cordillera de los Andes. Todo esto duró, más o menos, hasta los años 50, porque hoy debe ser una de las ciudades más feas, menos atractivas y más contaminadas del orbe.
Es difícil saber con algo de precisión cuándo comenzó la decadencia irreversible de Santiago, pero es factible establecer ciertos hitos que la fueron transformando en el indescriptible adefesio que ha pasado a ser hoy en día.
Hace unas tres décadas, se abrió un horrendo tajo en mitad de la Alameda, llamado carretera Norte-Sur, un atentado urbanístico, un horror a la vista, un sinsentido mayúsculo, que además se tradujo en la demolición de antiguas calles y hermosas mansiones señoriales, sin otro propósito que ver circular, durante las 24 horas del día, vehículos motorizados que hacen un ruido insoportable y han convertido a esa extensa zona en algo que da miedo ver.
Más tarde, se abrió otra zanja gigantesca, esta vez en la avenida General Velásquez, con similares características, convirtiéndose nuestra capital en la única ciudad importante del planeta que fue seccionada en dos partes para beneficio de autos, buses, camiones y otros medios de transporte.
Como todo nos llega tarde, se emplazaron rotondas viales cuando ya se sabía que solo servían para congestionar el tráfico, se alzaron caracoles cuando ya se había descubierto su falta de utilidad comercial y ahora último comenzó la fiebre de los malls y las autopistas.
Los centros comerciales al estilo norteamericano no parecen, por el momento, batirse en retirada, pero las autopistas interiores sí, porque solo sirven para producir caos, atochamientos de horas y gravísimos problemas a sus usuarios.
Además, ¿a quienes sirven?
En Santiago, exclusivamente a un reducidísimo sector de la población, que se traslada en poco rato desde los suburbios del lujo y la riqueza hasta el centro o el aeropuerto; la inmensa mayoría de los habitantes nunca conocerá sus hipotéticas ventajas ni estará en condiciones de pagar los estratosféricos peajes. De modo que a las multimillonarias inversiones, debe agregarse su muy escasa utilidad.
En cuanto a áreas verdes, el tema da para componer un réquiem a todo cuanto huela a pasto, a silvestre o a ínfimamente ecológico.
Las calles arboladas desaparecieron, los parques se han reducido a espacios raquíticos, las plazas se han cubierto de concreto o han pasado a ser sitios esmirriados y hasta peligrosos.
Donde antes había vegetación y se podía escuchar el canto de los pájaros u oler la fragancia de las flores, ahora hay pavimento, concreto, hormigón, en suma, peladeros desolados.
Tenemos un récord universal en cuanto a aniquilamiento de una joya arbolada, única en el continente: el cerro Santa Lucía.
El que otrora fuese uno de los centros de esparcimiento más bellos de la capital, se encuentra en el presente cubierto íntegramente por edificios, todos horrorosos, de modo que no es posible mirarlo en forma completa desde ningún punto de Santiago.
No hay que ser fatalista, sino simplemente realista, para predecir que lo mismo sucederá con el San Cristóbal, que será tapado por el cemento, los vidrios y el acero y perforado de túneles por donde correrán coches que se dirigen a misteriosos enclaves.
Es natural que la gente quiera vivir en departamentos, pues son cómodos, prestan múltiples servicios y tal vez den seguridad. Pero no es racional destrozar barrios enteros para alzar miles de torres que, a estas alturas, impiden contemplar cualquier cosa, desde las veredas hasta el cielo.
El famoso Sanhattan, aparte de ser una monstruosidad que liquidó elegantes sectores residenciales, carece del más mínimo sello propio y bien podría confundirse con Atlanta o Kansas City.
Desde la Plaza Italia hasta Maipú se han erigido incontables construcciones que conforman un vastísimo e interminable paisaje, devastado y deprimente hasta para los optimistas acérrimos.
Al igual que sucedió con los caracoles, se hallan condenados a un envejecimiento y desgaste lentos, al comienzo imperceptible y a la larga inevitable.
El negocio inmobiliario (en España se le llamó burbuja) casi siempre tiene un inicio eufórico y un final nada de feliz.
La deficiente calidad de las habitaciones, las terminaciones baratas, el ahorro en los costos y otros factores, pronto convertirán a estos mamuts en viviendas depreciadas, en creciente deterioro, a veces tan inhóspitos como para querer salir arrancando a cualquier lugar.
Lo que ahora puede parecer un feliz destino para una familia de clase media aspiracional, en el futuro podría pasar a ser un callejón sin salida
Fealdad irremisible, degradación ambiental, suciedad irremediable, aridez y polvo incesantes, son una parte del paisaje de Santiago.
Y se trata del paisaje más habitable y grato, el que ocupan las clases altas y medias, no el otro, esa tierra de nadie conformada por las poblaciones periféricas y las zonas sin Dios ni ley donde campean la pobreza extrema y el delito. Porque ahí sí que no hay grandes obras de infraestructura, sino calles apenas transitables y casas que de eso únicamente tienen el nombre.
En esa inmensa superficie donde, mal que mal, vive la mayor parte de los santiaguinos, no habrá supercarreteras, pasos peatonales, puentes ni otros
trabajos de envergadura.
Ni tampoco las empresas constructoras, apoyadas por bancos e instituciones financieras, erigirán sus mastodónticos edificios, destinados a succionar los ahorros de la gente para cumplir el sueño de una vida.
La ruina urbana de Santiago expresa, una vez más, la insalvable división en clases sociales y la total ausencia de participación de los ciudadanos.
A nadie se le ha preguntado jamás si quería lo que ahora tiene. Muy pocos, poquísimos en verdad, son conscientes de lo que ven a diario. Y como viene sucediendo en los últimos tiempos, un grupo minúsculo decide todo lo que tenemos y vemos.