La colonización de Aysén fue un asunto altamente conflictivo. Ya vimos en la crónica anterior que un contingente enorme de colonos ingresó desde la Patagonia. Venían de la zona central de Chile, cruzaron el Neuquén y de ahí siguieron en un largo peregrinar hacia el sur. Por Curacautín y Lonquimay marchaban las caravanas que cruzaban la cordillera.
Coincidía también con la violenta ocupación de la Araucanía y muchas familias mapuche se fueron para el Sur. En lo que hoy es Cerro Castillo hay comunidades enteras que encontraron tierras de nadie y allí se instalaron.
Lo mismo en el hoy conocido Lago Verde y muchas partes de esa inmensidad. En las orillas del Baker, en sus lagos se fueron instalando colonos nacionales, como se les llamaba. El Chile Chico del que hemos hablado, en el General Carrera. Tierras de promisión.
Por el lado del Pacífico en cambio fueron ingresando las Compañías que tenían concesiones otorgadas por el Gobierno de la época. Se instalaron con sus factorías y avanzaron hacia el interior, Puerto Cisnes, Puerto Aysén. Su negocio era la madera y también la lana de las ovejas. Limpiar el bosque y abrir pastizales.
Se encontraron con los colonos y como ya se ha dicho los declararon “Ocupantes ilegales”.
El conflicto era evidente. Pasaron décadas y los colonos no tenían títulos de propiedad. Se los trataba de expulsar con la fuerza pública. Carlos Ibáñez del Campo, por eso se llama así esa Región, va a tratar de ordenar la situación.
Los colonos postulaban a parcelas de tierra y tenían por obligación cercar, desmontar el bosque y construir una casa habitación. Si no lo hacían en un plazo determinado se les quitaba el derecho. Las consecuencias fueron terribles.
No había mano de obra suficiente para cortar de manera adecuada el bosque y el fuego fue la única solución. Comenzó un período de enormes incendios forestales de cuyas consecuencias aún se pueden observar los palos quemados como mudo testimonio.
Cuentan los antiguos que uno de esos incendios duró un año entero. El humo se dice, se podía observar hasta de Río Gallegos, en la Argentina. El campo se iba abriendo de la manera más depredadora. Las leyes de Santiago habían provocado el desastre.
Los inspectores, no muchos, controlaban que los colonos hicieran, como se decía “mejoras”. La casa era lo fundamental. La solidaridad de los ayseninos desplegó la imaginación y la picaresca. Cuando se sabía de la presencia de esos inspectores, se agrupaba la gente y en menos de una noche paraban una casa.
Llegaban los controladores y allí estaba una familia simulando la posesión efectiva. Se iban y trasladaban la casa hacia otra parcela y así una misma construcción era movida por las manos de los colonos amigos.
Las “Casas brujas”, le llamaron, y sigue hasta hoy en el imaginario de los descendientes de los colonos. Ingenioso método de burlar las ordenanzas absurdas de las leyes dictadas a miles de kilómetros.
Llegaban cientos de colonos en esos años de crisis mundial. Se habían cerrado las salitreras del norte y mucha gente estaba cesante en el país. Colonización espontánea en contra de las grandes concesiones otorgadas a empresas de accionistas que nadie conocía.
Recién en los años cincuenta, con el segundo Ibáñez del Campo, se fueron entregando títulos definitivos. Se fue formando Coyhaique, llegó lentamente el Estado y con el tiempo se dictaron leyes que transformaban en Provincia primero y en Región después a esas lejanas tierras.
Las migraciones chilotas comenzaron a ingresar por las costas, desde el mar hacia el interior. Es el segundo contingente de población. Acostumbrados al clima, al manejo del ganado, a combinar sus actividades agrícolas con la pesca, fueron aportando conocimientos para ir dando forma a la cultura aysenina.
Ya no eran las casas de adobe con techos de tejuela del Chile Chico, mestizaje de la zona central con la del sur, sino expertos carpinteros que construían sus casas con los materiales locales. Hay partes de Aysén que parecieran desprenderse de Chiloé, de sus paisajes, de sus costumbres.
Es quizá el único territorio de Chile en que la espontaneidad fue determinante en su colonización. El Estado central solamente puso problemas. Las leyes y reglamentos solo servían para entorpecer el trabajo de los pioneros. Pero así y todo durante el siglo veinte Aysén fue un lugar de ensueño para muchas personas. No solo chilenos.
En Puerto Guadal se instaló una colonia de belgas que buscaban construir una sociedad perfecta. Hasta allí llegó el sacerdote Roberto Polain, que luego fundara en Santiago el Colegio Notre Dame. Lleno de ilusiones se juntaron varias familias y se instalaron a las orillas del General Carrera. Cuentan que trasladaron un barco desarmado, de acero, que lo hicieron navegar por esas hermosas aguas.
La comunidad utópica fracasó y pocos recuerdos quedan de ella. Muchos partieron en busca de la aventura. Edesio Alvarado, gran escritor hoy olvidado, sitúa una de sus novelas, “El Disparo”, se llama, en esas regiones en la década del cincuenta probablemente o ya ingresando a los sesentas. Tragedias múltiples. Una naturaleza inconmensurable y seres humanos que buscaban adaptarse a ella. La historia de Aysén es larga.
El aislamiento ha sido evidente. Chile y Santiago estaban lejanos. Varias expediciones trataron de hacer un canal en el Itsmo de Ofqui. Esas son historias increíbles. Allí para saltarse el Golfo de Penas, los antiguos canoeros indígenas habían marcado un camino.
Pasaban sus canoas desarmadas o arrastrándolas de una orilla a la otra. Unos pioneros vieron la posibilidad de hacer allí un acueducto que acortara el camino. Por cierto que no contaron con el apoyo de nadie, ni menos del Estado. Incluso en un documento que por ahí da vueltas en los archivos, se señalaba la imposibilidad de construir esa vía. Los barcos tenían que dar enormes vueltas, salir muchas veces mar afuera para buscar las mercaderías que allí se producían, la lana, los animales, las maderas, en fin, dificultades sin nombre.
Por su parte el paso por Argentina siempre fue complicado. Entre Chile Chico y la localidad de “Los antiguos”, hasta hace muy poco tiempo el río no tenía puente. En el lado Argentino había caminos pavimentados que llegaban casi a la frontera y en el chileno lodazales intransitables. Un viejo jeep Land Rover, cobraba por tirar con cuerdas a los vehículos que se metían en el río para cruzarlo.
En torno a ese enorme Lago, binacional, se fue organizando la vida social. Había un barco que llevaba el nombre del “pilchero”, recordando al caballo que acompañaba a los antiguos colonos y que acarreaba “las pilchas”. Hacía el viaje entre Puerto Ibáñez, colonia que llevaba el nombre de este Presidente, el lugar más cercano de Coyhaique y servía a Chile Chico y los otros puertos lacustres.
Allí la gente se instalaba en cubierta y había un espacio cerrado al frío y la lluvia, donde se comía alguna cosa, se bebía algo más y se jugaba al truco. Los colonos usaban sus boinas negras a la usanza pampeana, algunos bombachas, y diversos atuendos que hablaban del contacto fluido entre ambas partes de la Patagonia. La ceguera del centro del país impidió que esa integración evidente se transformara en potencialidades.
Qué duda les cabía y les cabe creo, a los que habitan esas tierras que sus destinos están mancomunados por la geografía, por el origen, por los contactos. Muchas familias están en ambos lados de la frontera. Razones abstractas, miedos ingenuos, patriotismos mal concebidos, en fin, han impedido un grado alto de integración entre argentinos y chilenos.
Todo sería más fácil sin duda. El aislamiento sería menor, las oportunidades mayores, para pensarlo.
Hasta los sesenta y setentas Aysén seguía suspendido en el espacio indeterminado, en el tiempo ajeno al resto del país, en fin, aislado de solemnidad. Era el territorio más solitario de Chile.
Continuará.
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