Un mes atrás visité a un médico Otorrino.Nada grave.Nada de cara su atención en el box Nº 54 de un Centro Médico. Nada de larga la conversación posible en el estándar de “10 minutos por paciente” que ha de tener el galeno, a juzgar por la rapidez con que llegan a mi número permitiéndome ingresar a la blanca sala del cubículo donde , a despecho de los apuros de él, se produce una conversación mientras examina mis tímpanos .
-Y, cuénteme mi amigo ¿cuántos años tiene usted?
-62, le digo mientras trato de acostumbrarme al frío del elemento que intenta introducir en las trompas de la oreja; trato de ser amable replicando ¿y usted?
-Yo tengo sesenta y siete.
-Ah!
Luego de decirme que estoy normal, que debo volver una vez al año por la necesidad de cuidar ese oído que nos comunica con el entorno, con el prójimo, con las voces de la calle, con la de de la señora, con la de los acreedores y los deudores, en fin, para proteger ese oído que “agita su marco”, me mira muy seriamente a los ojos y me dice con voz trémula, casi tomándose la cabeza a dos manos:
-Tengo 67… ¡Y pensar que me voy a morir, que me voy a acabar!
Fin de la primera escena.
Hoy en la tarde converso con un buen y gran amigo. Nada de extraño que las tertulias semanales con él en la “Cocina de Javier” terminen con un espacio para la reflexión metafísica , ontológica, filosófica o como quiera que se denomine a esas conversaciones donde , a despecho de los seleccionados de la gloriosa camiseta del mundial del 62 que almuerzan dos mesas más allá, se habla de otras cosas casi tan trascendentales como el golazo de Eladio Rojas a los rusos o el puñetazo de Leonel a David en el 2-0 con que Chile ganó a Italia en memorable jornada.
Así, sin dejar de destinar algunas palabras de homenaje a los ídolos de ayer, por las alegrías brindadas en nuestra lejana niñez, pasamos sin saber cómo , a abordar el melancólico tema del paso de los años , llegando los dos a la poco original conclusión a que había arribado Jorge Manrique en el siglo XV al decir : “Como se pasa la vida como se viene la muerte , tan callando” y Carlos Gardel en el siglo XX, al sentir que “ es un soplo la vida”.
Mi amigo, en un momento determinado, azuzado por algunos achaques propios de los años-quizás fue en el preciso momento de recordar la explosión demográfica que experimentan en su desayuno el número de píldoras que mantienen, por el momento, a raya a la famosa “pelada”- me dijo, casi con la misma expresión de pánico con que el doctor dos meses atrás me manifestaba su incredulidad frente a lo inevitable:
-¡No quiero envejecer, no quiero morir!
Al retirarme de “La Cocina de Javier” junto a los ídolos del 62,me distrajo el pudor que me impidió sacar mi móvil para pedirle a algún empleado que me retratara con Leonel, el Checho y el Chita Cruz que llevaban bien y dignamente sus años en esta tierra.
Fue rumbeando a mi casa que hice “el link”- con temor y temblor- entre el médico que, encerrado en su box, deja transcurrir sus horas en atenciones rutinarias de cinco o diez minutos, sin casi mirar la cara de sus pacientes y que, sin embargo, se aferra a la vida desapasionada que lleva desde hace más de medio siglo, y la voz y el gesto de mi amigo en su síndrome de negación.
Podría decir que en los tres protagonistas de este cuento-el médico, el equipo de ex mundialistas y mi amigo-, me reconozco.
“Conozco a esos plebeyos, soy uno de ellos” diría junto a Serrat. Algo mío hay de ese buen doctor que cree estar vivo porque aún respira en su box de 5 m2 atendiendo a un paciente tras otro; también soy hermano del equipo que se junta a almorzar alegremente celebrando que tienen la fortuna de haber llegado vivos al cincuentenario de su hazaña, y a veces siento lo mismo que mi amigo que no acepta lo inevitable de su declinación física que conduce al colofón final que, al decir del “polaco” Goyeneche le pondrá el “telón al corazón”.
Estuve a punto de filosofar sobre esto, decir que así es la vida, que nacemos para morir, repetir frases hechas como el lema hispano de “la vida menos temida da más vida” o recomendar , con Neruda que “de vez en cuando hay que darse un baño de tumba para, desde la tierra cerrada , mirar hacia arriba el orgullo.”
Decirme tantas cosas.
Sí, pero la verdad-verdad es que escribo esto con la guata apretada, respirando hondo.
La honestidad de mi sentir hizo que cambiara tras cartón el poemario y decidiese terminar estas líneas, dedicadas a usted lector que pasó la cincuentena, estos versitos de Neruda que en honor al médico del box de cinco metros cuadrados, se llama… “Laringe” y que en la parte que nos interesa reza así:
” Si les digo mi desencanto,
y que la angustia me devora
de no tener la muerte cercana ,
si digo como la gallina
que muero porque no muero
dénme un puntapié en el culo
como castigo a un mentiroso”.