Mi vida con Carlos, la película de Germán Berger, recién se pudo exhibir por Televisión Nacional y para el grueso público de Chile el pasado sábado 14 de enero a las 23.45 hrs. El horario de trasnoche conspiraba contra una recepción masiva del film.
También hubo factores disuasivos, como la ínfima promoción, la nula propaganda, la pusilanimidad de las agencias culturales y otra serie de contratiempos.
Sin embargo, la producción fue vista por decenas de miles, tal vez cientos de miles de personas y así lo verifican no solo el rating, sino el contundente respaldo de las redes sociales, que literalmente se repletaron con mensajes de ardorosos espectadores que, por varios días, dejaron sus impresiones en twitter, facebook, YouTube, blogs y otros sitios virtuales.
Si se escribiera un libro sobre el fenómeno, sería un libro rico, variado, extenso, gratificante, que nos proporcionaría una visión más digna acerca de nosotros que la que a diario nos imponen.
Nada de esto apareció en la prensa, ni una sola línea figuró en diarios, revistas o rotativos, ningún comentario mereció la cinta de Berger en los medios de comunicación nacionales.
Como dato esperpéntico, días antes, una dama que reside en un condominio de Chicureo quiso limitar la circulación de las nanas por el complejo habitacional, noticia que a juicio de los directivos de periódicos indicó un trending topic, o sea, una preocupación ciudadana debido a los numerosos textos de twitter que el hecho suscitó.
La obra de Berger, que recibió una atención abrumadoramente superior, quizá no cabe dentro de tal categoría.
Mi vida con Carlos es, desde todo punto de vista, una película extraordinaria, incalificable, completamente excepcional.
Es mucho más que un testimonio autobiográfico, mucho más que un documental y mucho más que lo que casi siempre se ha hecho en el cine nativo al tratar un tema tan terrible como el que aquí se aborda.
Con sobriedad, soltura narrativa, en cuidadas y bellas imágenes, sin que sobre o falte nada, desde la música hasta el montaje, Berger realiza una búsqueda, ética y existencial, de su padre, el abogado y periodista Carlos Berger, asesinado por la Caravana de la Muerte en octubre de 1973.
Germán tenía un año cuando ocurrieron los hechos, por lo que pudo conocerlo únicamente a partir de retazos, fragmentos o historias que, a lo largo de los años, le fueron contando familiares y amigos.
No hay un ápice de resentimiento, odio ni amargura en Mi vida con Carlos. Mucho menos encontraremos truculencia, sensacionalismo o detalles de mal gusto en la notabilísima creación para la pantalla grande.
Esto es doblemente asombroso, porque los sucesos narrados en el film son horrendos y porque jamás ha habido justicia cabal en torno al exterminio genocida perpetrado por la Caravana de la Muerte.
Lo que al joven director le interesa va mucho más allá de la denuncia o una evocación cronológica del pasado reciente y el modo en que ese pasado ha marcado a fuego su existencia.
Lo que le interesa es reconstituir, mediante los pocos antecedentes que posee, a la manera de un exorcismo, la figura pública y privada de su padre.
En una estructura fílmica tensa, concentrada, límpida, logra que conozcamos quién fue, cómo fue, qué es lo que hizo Carlos Berger.
Hay escenas imborrables, secuencias originales y mucha tragedia en la película, pero también se teje un relato presidido por una profunda introspección y una fina dosis de humor.
Son particularmente emocionantes los encuentros con Ricardo y Eduardo Berger, hermanos de Carlos y resultan conmovedores, sin dejar de ser divertidos, los diálogos con Carmen Hertz, esposa de Carlos y madre de Germán.
Fiel a sí misma, Carmen parece inconsciente de su ironía cuando le explica a Germán que ella, ni por un momento, pensó en un “padre sustituto”, ya que el único que pudo cumplir esa función fue Carlos Berger.
Mi vida con Carlos se estrenó, a ambos lados del Atlántico, en España y Estados Unidos, en el año 2010 (en el último país fue presentada por el eximio director Costa Gavras).
Desde entonces, ha dado la vuelta al mundo y ha sido vista en los cinco continentes, obteniendo cerca de una veintena de premios en prestigiosos festivales internacionales.
En Chile, jamás entró en el circuito comercial y antes de su veloz muestra televisiva, solamente se presentó en dos ocasiones, la primera en el Parque por la Paz Villa Grimaldi y la segunda en el Museo de la Memoria.
Esto es, desde luego, una vergüenza. Asimismo, conforma una inaudita falta de respeto hacia un artista que nos ha entregado un aporte de fuerza incalculable, tanto en lo estético como en lo moral, para saber quienes somos y dónde estamos pisando. Y peor aún, es una prueba más de la frivolidad, la amnesia, la insensibilidad, la ignorancia en la que hemos caído con respecto a la verdad de la dictadura que nos rigió durante casi dos décadas.
Mi vida con Carlos no es otro expediente acerca de las violaciones a los derechos humanos cometidas en ese período. Eso se da por sentado y el autor, que conoce muy bien la materia, no se detiene mayormente en ella.
El asunto que subyace en el relato es nuevo, personal y bastante inédito en nuestra cinematografía: indagar en la biografía de un hombre, un personaje, un militante político, un ser humano ejemplar, que no fue ni un santurrón ni un beato, sino nada más y nada menos que eso, un ser humano ejemplar.
Para los que conocimos a Carlos Berger, lo anterior dista de ser una novedad. Aún así, el trabajo de su hijo revela facetas ignoradas y complejas que nos desconciertan y claro está, nos enternecen.
Su muerte bestial, insensata hasta la locura, corrobora, una vez más, el lado peor de este país. Carlos Berger era alguien irreemplazable, pero también lo fueron todos los ejecutados por la Caravana de la Muerte, todos los detenidos desaparecidos de la DINA, todas las víctimas de la CNI y los organismos represivos de la dictadura.
Se liquidó a una generación completa, tal vez la mejor que ha entregado Chile. Se enmudeció a un país entero, se aterrorizó a la población, se destruyeron familias en su integridad.
Nada ni nadie lograrán que vuelvan a estar con nosotros y solo nos resta especular cómo habría sido nuestro vivir de haber seguido ellos existiendo.
La película de Germán Berger, ni qué decir tiene, está lejos de tales elucubraciones.
No obstante, posee el valor implícito de hacernos pensar que la vida sin Carlos Berger y los demás mártires de la dictadura ha sido mucho peor sin ellos y habría sido mucho mejor si continuaran vivos.