La pasión de Michel Foucault, de James Miller, fue traducido por primera vez en Chile en 1993 gracias al eximio trabajo de Óscar Luis Molina para la editorial Andrés Bello; muy luego el libro se agotó y este año ha vuelto a ser publicado por otro sello nativo, a precio accesible.
No deja de ser asombroso que nuestro país, en donde casi todo se importa, tenga los derechos de una obra capital para comprender al filósofo más importante del siglo pasado, cuya contribución al pensamiento moderno es tan diversa y radical, que pasarán décadas antes de que pueda aquilatarse con serenidad.
El imponente volumen parece intimidatorio, pero es tan ameno, polémico, escandaloso, perturbador, que resulta poco menos que imposible dejarlo.
Foucault murió de sida en 1984, a los 59 años y mucho antes de esa fecha sus textos eran leídos, estudiados, discutidos en todo el mundo; hoy por hoy, sus títulos son lectura obligatoria, están en todos los lugares y apenas pasa una semana o un mes sin que aparezcan nuevos ensayos sobre cualquier cosa que dijo, hizo o dejó de hacer Foucault.
Para decirlo con franqueza, se trata de un autor difícil, complejísimo, retorcido: Las palabras y las cosas, El nacimiento de la clínica, Vigilar y castigar o los dos tomos de la inconclusa Historia de la sexualidad requieren paciencia y un nivel de preparación.
Miller ayuda bastante a entenderlo, pero naturalmente se queda a medio camino y es imposible que no sea así debido a la furia transgresora con que Foucault ataca el lenguaje francés y, en general, todo el lenguaje, académico, literario, cotidiano. Su biografía intelectual nos acerca al maestro, aunque, por descontado, deja lagunas que tal vez se llenen o quizá nunca puedan aclararse del todo.
“¿Hay algo mínimamente interesante en la gente exitosa, aquellos a quienes les va bien, los ricos y dotados, esos que se orientan a metas claras, siguen las reglas, logran sus objetivos sin dificultad por sus habilidades sociales, manejándose con plena soltura y llegan donde quieren y adquieren lo que persiguen? Todas las personas valiosas en el mundo son perdedoras y, entre ellas, sobresalen las que cometen alguna forma de desviación. Toda desviación contiene elementos de rebelión y nunca he simpatizado con la ausencia de rebeldía”.
A diferencia de sus contemporáneos o predecesores -Sartre, Heidegger, Marx-, Foucault no legó un sistema de pensamiento, sino una serie de trabajos basados en investigaciones –por lo general en archivos oscuros e ignorados- acerca del poder en las instituciones y entre los seres humanos, cuando se ejerce como un hecho consumado.
Su foco de atención se centró en los hospitales, la cárcel, la escuela, el manicomio, la universidad, el aparato del estado y entregó desconcertantes visiones en torno a la administración social de la muerte, los criminales y su sometimiento a la normalidad, las minorías y su esclavitud moral, proclamando la validez del suicidio, de la locura y de la impugnación de cualquier autoridad u otros comportamientos insurreccionales.
Miller se detiene en el espeluznante comienzo de Vigilar y castigar, reflexiona sobre la fascinación que Foucault ejercía sobre los estudiantes y hace el comentario siguiente: “¡Cuerpos! ¡Placeres! ¡Tortura! ¿Cuándo había sido tan sexy la filosofía?” Podemos estar de acuerdo o no con este planteamiento, pero la verdad es que hay un antes y un después de Foucault con respecto a la praxis filosófica, social y política. Antes todo era metódico, ordenado, categórico, después todo fue fragmentario, local, intensamente subjetivo y la acción de uno ya no debe dirigirse a lo general, a las reivindicaciones maximalistas, sino a temas tan específicos como subvertir lo que comemos o hablamos: “Está en juego saber hasta qué punto la propia historia de uno mismo puede emancipar el pensamiento de lo que silenciosamente se piensa y permitir pensar de un modo diferente”.
La lucha de Foucault por pensar de una manera diferente lo llevó por senderos heterodoxos, variables y a veces paradójicos.
La parte más sensacional de su carrera ha sido divulgada hasta la saciedad y Miller, con un respeto y una admiración infrecuentes hacia hábitos que no discierne, nos cuenta de la ingesta de LSD y otros alucinógenos, de su inmersión en aventuras sexuales con desconocidos –el compromiso vertiginoso con otros cuerpos masculinos-, de su activa participación en los clubes sadomasoquistas de San Francisco.
La crónica de Miller puede chocar a algunos lectores por el modo en que habla de sexo y filosofía, elementos indelebles en la trayectoria de Foucault, de las teorías del conocimiento y las conductas de riesgo explícito, del parentesco entre Sade, Baudelaire, Artaud y los llamados escritores malditos –a la postre, bastante más generosos de lo que se cree-. Aún así, al margen de estos contrastes, que parecen abismales, se reconstruye una vida heroica, una vida que traduce la noción desarrollada por Foucault de que la existencia de un filósofo debe ser ejemplar y de que él mismo debe ser un amante de la sabiduría y un incansable buscador de la verdad.
En otras palabras, Foucault pudo, al final de sus días, merced a su escritura y en gran medida mediante la persecución incesante del éxtasis erótico, contestar la gran pregunta de Nietzsche, su pensador favorito: “¿Cómo he llegado a ser el hombre que soy y por qué sufro por ser el que soy?”