A juzgar por las agrias polémicas de las recientes semanas, el horizonte del bloque de gobierno, la Nueva Mayoría, no se ve promisorio. En efecto, las disputas escalaron a tal grado que oscurecen su perspectiva.
Hay que sobreponerse a este nefasto escenario de disgregación, pugnas, recriminaciones o simple división. Se debe retomar esa antigua y no superada máxima del principio de sumar fuerzas, tan simple y certera como poner lo que une por encima de lo que separa, lo que nos convoca como lo primordial.
En tal sentido, hay que rememorar la historia y volver nuevamente a aquilatar los hechos que motivaron el acuerdo político programático que hizo posible la configuración del actual ordenamiento de fuerzas en el país.
La efervescencia social que remeció el gobierno anterior, aquella soberbia administración autodefinida como de “excelencia”, atrapada en sus propios conjuros como prometer una “revolución educacional” que jamás estuvo en sus planes, se presentaron energías sociales inesperadas, que fueron más allá de una mirada crítica a la gestión piñerista y se asociaron con dilemas muy profundos del país; en particular, un rechazo a la permanencia de un sistema de enseñanza segregador y excluyente.
Desde la Educación, en la ciudadanía se evolucionó rápidamente al desafío de la lucha contra la desigualdad que, desde hace años, señalamos como la causa estimulante del malestar o del descontento, muchas veces difuso, en amplios sectores ciudadanos.
Como es lógico en democracia había otras opiniones, también fundadas en diversos ingredientes del acontecer nacional, como que el problema central estaba en las llamadas “formas de hacer política” que en algún tiempo se enfatizaron muy intensamente como lo fundamental, sobretodo en sectores liberales de la entonces Concertación; o los temas del medio ambiente, que en una franja transversal de intelectuales apareció como primordial.
Sea como hayan ocurrido los procesos, el hecho es que el tema de la desigualdad se instaló como no se había instalado antes y el Programa presidencial lo adoptó como el factor primordial y orientador de las reformas estructurales a realizar en el segundo gobierno de Bachelet.
Las formaciones políticas de la Nueva Mayoría se unieron para dar respuesta a ese gran anhelo nacional. Este convencimiento se entronca con la ya dilatada brega que por la justicia social vienen librando los Partidos históricos de este bloque por los cambios, desde el más que centenario Partido Radical, incorporando al Partido Comunista, el Socialista, la Democracia Cristiana y el PPD; en su génesis todas son fuerzas cuya contribución a Chile, va más allá de cualquier diferencia en la contingencia.
En su conjunto han impulsado el progreso social en el país, el propio desarrollo del Estado Nacional, su necesaria separación con la Iglesia, la industrialización desde la CORFO, el sistema de Educación Pública, la reforma agraria y la modernización de la agricultura, la recuperación del cobre y de las riquezas básicas, la extensión de la infraestructura y las obras públicas; así como, impulsaron los derechos de los trabajadores, del campesinado, la mujer y la juventud.
Asimismo, se comprometieron con la libertad de culto, el respeto de las minorías discriminadas y por los derechos de los pueblos indígenas. Y cuando fue la hora más difícil, dieron lo mejor de cada una de ellas para recuperar la libertad perdida bajo la dictadura.O sea, hicieron todo lo que les fue posible por Chile.
Entonces, en la mirada larga se pone de relieve el aporte histórico que a esas organizaciones políticas les ha dado vigencia, raíces y sentido nacional. Ante ello, no hay que perderse y trabajar mirando al futuro, que no debiese tener otro objetivo, que no sea echar las bases de un acuerdo político que de continuidad a las fuerzas de la Nueva Mayoría, con vistas a que el proceso de reformas traspase los límites de un solo gobierno y pueda dar un nuevo paso adelante con la coherencia, el realismo y la capacidad de cambios que hoy Chile necesita.