10 ene 2016

El costo de la inconsciencia

A propósito de los casos Penta, Caval, Soquimich y otros, es decir, una serie de actos de corrupción, faltas a la ética o financiamiento irregular de campañas políticas, en algunos (de buena o mala fe) está la idea que las elites dirigentes, “el sistema,” han caído en una grave crisis moral y de ilegitimidad ante las responsabilidades que les compete.

Estamos entonces ante una inquietud de trascendencia, vale decir, si los Partidos, liderazgos y/o centros de pensamiento, a quienes toca ejercer influencia y dirigir la acción política, empresarial, u otros asuntos esenciales del país, tienen o  no conciencia de su responsabilidad, o si sufren de una grave inconsciencia ante sus obligaciones hacia Chile.

La idea que la conducción de los asuntos públicos esta señalada en el Programa presidencial del 2013, votado con un amplísimo respaldo de 62%, en la segunda vuelta de enero del 2014, es una respuesta cierta, válida pero insuficiente. Allí está el compromiso orientador del bloque de gobierno y sus tareas fundamentales, que se ejercen desde el rol esencial que en nuestro sistema político e institucional corresponde a la Presidencia de la República y, al gobierno, que desde allí se dirige.

No obstante, no podrían estar todas las respuestas, ideas o clarificaciones que una nueva realidad, diversa y en evolución exige del Estado y de las fuerzas políticas, como tampoco podía dicho Programa presidencial anticiparse al tremendo sacudón que han creado los escándalos por las llamadas “platas políticas”. Que se “congele” la vida de un país es algo que no ocurre, de hecho las mismas reformas producen cambios en diversos ámbitos y direcciones.

Además, las formaciones partidarias que deben apoyar y acompañar esa tarea tan trascendente y decisiva que es gobernar, no se han distinguido precisamente, por entenderse adecuadamente entre sí, y ayudarse a compartir el pesado esfuerzo a realizar ante extensos sectores ciudadanos, descontentos o alejados del acontecer político.

Influyentes sectores dirigenciales de los Partidos de gobierno confunden el perfilamiento de cada organización con un estilo de hacer política, en que hay un trato descomedido, con ataques alevosos y golpes bajos, en suma, con el ánimo que lo que rinde es “llevarse como el perro y el gato”.

Esa forma de actuar agrava la crisis de representatividad que sufre el sistema político.Este, mirado desde fuera, asemeja una caja hermética de grupos rivales, que se afanan en la captura de más poder, que no capta las resonancias intelectuales diversas. Por eso, el desafío actual no tiene precedentes y el esfuerzo por generar inclusión social no puede quedar sólo en el discurso.

Tampoco la política puede tomarse como una labor accidental o un entretenimiento más; esa mirada es una peligrosa frivolidad. En la medida que la política tiene como responsabilidad dirigir el Estado, su acción puede llegar a comprometer la vida o el destino de millones de personas; dicha función o impacto inescapable, le diferencia de cualquier otra tarea social, en consecuencia, quienes la ejercen están obligados a atender esta dimensión ética que es intransferible.

No se trata que una persona que hace política, o que una figura de alcance nacional, deba sentirse con una carga humana insostenible, como un “tonto grave” fuera de la realidad, pero el costo de la inconsciencia acerca de la responsabilidad de cada cual puede llegar a ser muy alto en la vida de un país, por ello, quienes practican la acción política no deben caer en la frivolidad ante sus deberes públicos.

En el mismo sentido, los que lleguen a la política para enriquecerse o sólo saciar apetitos de figuración personal son actores que provocan un daño incalculable a sus países, partidos o grupos de opinión. Como instalarse en el Estado puede ayudar a tales individuos a “forrarse” de modo ilegal e indebido, se pueden constituir en el más eficaz agente, en la termita más voraz, que socave y derrumbe los pilares éticos que sostienen el sistema político e institucional.

También es muy peligroso cuando se toma como válido el argumento de que los ricos son confiables, ya que como tienen mucha plata no van a robar en eventuales funciones de Estado. Los escandalosos casos de colusión indican exactamente lo contrario. Se ha confirmado que la codicia no conoce límites.

Hay ciertos líderes empresariales que para defender su propia conducta, teñida por actos enteramente vergonzosos, llegan a defender lo indefendible, con una retórica ideológica que no viene al caso, su conciencia les alcanza sólo a lo que les conviene, de allí para adelante lucen una total inconsciencia.

Meter la mano al bolsillo de la población se condena aquí y en la quebrada del ají, independientemente del gobierno en funciones, buscar en el tema de la colusión operaciones “anti-empresariales” cae en el absurdo, el cinismo o en la comedia.

Por ello, cada responsabilidad debe ser analizada y valorada en su mérito y los liderazgos sólo pueden ser debidamente aquilatados en su trayectoria y experiencia.

Ante ello mi conclusión es una sola: el país exige más, lo avanzado en reponer la dignidad del espacio público no basta. La política debe resolver sus carencias y responder con claridad este reto que se ha constituido en un dilema nacional.

La ciudadanía demanda honradez, pero también saber si los que quieren dirigir lo hacen conscientes de la responsabilidad que asumen y que no sólo ambicionan el poder por lo que esté en sí mismo significa. La crisis de legitimidad no está resuelta y pide esa respuesta.

Cuando se reemplaza el interés común de una fuerza política por el exclusivo afán individual, se pone de manifiesto la inconsciencia. Cuando los ataques personales se imponen y se faranduliza el debate se está ante el mismo síndrome personalista.

Hoy, se mezcla el protagonismo con la política espectáculo y se usan expresiones impropias, soeces, en las que se cae en el equívoco de creer que lo vulgar y chabacano es popular y avanzado.

Las reformas son un acto de honda conciencia, que expresan anhelos sociales que quienes las propician consideran inaplazables, que ven en ellas un instrumento, una vía más promisoria para forjar el futuro. De allí que deben ser tratadas con el mayor cuidado, con apertura a las ideas diversas que las enriquezcan, de manera que sea más segura y sólida su implementación. La amplitud es clave, un tono soberbio, con que ciertos actores se sitúan, como detentores absolutos de la verdad, es un sesgo impropio, que resta y no integra, a la postre, no sirve.

Quienes quieran opinar deben ser escuchados, no obstante, tendrán que hacerlo sin creer que van a decir la última palabra, todas las opiniones son valiosas, pero a ninguna le toca imponerse a las demás.

En un debate democrático, el mesianismo no corresponde. La propuesta a llevar adelante es la que sea presentada y asumida por la autoridad política, que fue electa para ello, allí esta radicada esa responsabilidad. El país no requiere poderes de facto, pero sí necesita una gran apertura al diálogo y el intercambio de opiniones. Hay que procurar encontrar un buen balance, entre ambos requisitos.

En la medida que los grupos políticos y los sectores que tengan liderazgos, asuman la conciencia apropiada acerca de su responsabilidad, y se tome nota del alto costo de la inconsciencia, se abrirán rutas impensadas que ayuden a reformas respaldadas mayoritariamente, que son aquellas que permitirán cimentar una mejor comunidad nacional.

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