Quizá una de las cosas buenas que nos ofrece el periodo escolar, es que nos deja recuerdos imborrables para toda la existencia. Muchos de esos recuerdos están llenos de rostros y anécdotas que se agrandan o empequeñecen con el paso del tiempo y las nuevas condiciones de vida que debemos asumir.
Hace pocos dias atrás me llamó un antiguo compañero de la educación primaria (básica), después de transcurridos más de 50 años de mi época escolar. Olvidado, por mi siempre mala memoria, solo después de algunos momentos, frente a su voz en el teléfono, se me fue haciendo nítido su rostro, su manera de ser y las largas caminatas que hacíamos desde y hacia el colegio, pateando piedras, buscando en las cunetas algo que fuera de valor o cualquier cosa que llenara nuestra imaginación e interés.
Eran caminatas en las cuales afloraban pensamientos y sentires muy diversos, propios a una edad no superior a los 10 años (que en esa época podían ser catalogados aún como fuentes de inocencia y asombro frente al mundo).
Lo escuché con alegría y lentamente, a medida que la conversación continuaba, se me hizo presente, por alguna de las frases dichas por mi ex compañero, mi querido bolsón de cuero, amarrado a la espalda como hoy los niños y jóvenes se acomodan sus mochilas. Era un magnífico bolsón, espacioso, simple y cavernoso, de cuero reluciente por la pasta que le aplicaba semana a semana y en el cual cabían todos los libros, cuadernos y lápices que utilizabamos no solo durante un día preciso, sino durante toda la semana.
Yo acostumbrara a llevarlo todo, sin excepción, con mis gomas de borrar, mis lápices de colores, las reglas y escuadras. Todo lo habido y por haber para la semana, por si el profesor nos solicitaba algo que no tuviésemos a mano. Ese era mi concepto de un buen y completo bolsón escolar. Seguramente hoy me conformaría con mi celular, una tablet o alguna invención tecnológica que guarda todo lo que me sería necesario para avanzar en mis estudios.
Mi madre siempre decía que yo era muy empeñoso y aplicado, pues llevaba a la escuela no solo los útiles escolares correspondientes al día, sino todos los días llevaba los útiles para toda la semana.
Seguramente ella, en su concepción más tradicional de la educación (la recuerdo en sus relatos como una niña y joven campesina), estimaba que mientras más “información” podíamos llevar dentro del bolsón, se nos llenaría la cabeza de mejores y más útiles conocimientos para la vida. Y sin duda tenía en gran parte razón.
Tanto es así que mi ex compañero recordaba mi bolsón, repleto de los utensilios escolares, con los cuales yo me imaginaba que estaría listo para dar los pasos necesarios que me llevarían a mejores situaciones y calidad de vida, en un mundo que estaba lleno de mayores certidumbres y seguridades que el que nos toca vivir hoy día.
Era un mundo que se vivía con la tranquilidad que un niño de mi edad podía percibirlo, con líneas de desarrollo de vida fuertemente prefijadas si eras capaz de asumir la educación como uno de tus desafíos fundamentales. Seguramente, y yo no era capaz de darme cuenta a esa edad, los cambios caminaban en las profundidades de la sociedad chilena, larvados, centrados en una larga duración cultural y social.
Con mucho de apariencia de tranquilidad. Vivíamos en estancos cerrados y aquellos que podíamos estudiar lo hacíamos fuertemente presionados por nuestros padres, llegados a la ciudad en décadas pasadas.
La educación era vista como un factor de movilidad social importante y así lo comprendimos muchas personas de nuestras generaciones, quizá sin la debida y adecuada conciencia, pero con el estímulo permanente de nuestros modelos adultos que muchas veces estuvieron carenciados de este beneficio.
Para bien o para mal, pues no lo podemos asegurar con certeza, ya no existen esos queridos bolsones de cuero que guardaban toda la información que era posible obtener en esos momentos. Lo que si existe hoy es una marea de información de tal magnitud que a la mayoría no les permite encontrar los sentidos de la existencia, ni personal ni social.
La incertidumbre, como fantasma real, se vanagloria en sus éxitos de desarrollar seres humanos a mitad de camino, sin conciencia de sus propios proyectos, de su conocimiento de sí mismos, del conocimiento del mundo, de la historia y del pensamiento crítico que hoy es tan necesario para crear nuevos modos de existencia.
Nos faltan miradas trascendentes que nos aseguren ubicarnos en la perspectiva del mundo global y de nosotros mismos como seres integrales.
Tanto es el camino que tenemos que recorrer para superar esta etapa “del sin sentido” que posiblemente debemos nuevamente fabricar bolsones de cuero, para aminorar la pesada carga que deberán asumir las nuevas generaciones para tener y vivir en un mundo mejor. Quizá una educación más simple, sin tantas evaluaciones y rimbombancias técnicas, con más contacto humano y pedagógico, con una real participación de las familias en la gestión escolar, con profesores-educadores comprometidos con su tarea de formación de seres humanos, sería una tarea próxima de asumir en los lineamientos actuales de lo que denomina la reforma educacional.