El pasado 12 de mayo el Ejecutivo ingresó un proyecto de ley que crea el plan de formación ciudadana para los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado.
Esta iniciativa plantea entre sus objetivos principales formar ciudadanos activos, responsables, participativos y comprometidos con el rol que tienen en la sociedad, lo que se expresaría a través del desarrollo de un Plan Nacional de Formación Ciudadana y Derechos Humanos, participativo y de formación integral, en todos los niveles educacionales.
La propia Comisión Engel sugirió en su informe que “prevenir y disminuir la incidencia de actos de corrupción y de faltas a la probidad requiere un sistema educacional que forme en valores cívicos de respeto a la convivencia y fomento del bienestar común. Una educación para los desafíos que enfrenta el país debe poner la formación cívica como un eje transversal que permita preparar a niño/as y jóvenes para enfrentar dilemas éticos a lo largo de sus vidas”.
La experiencia es clara en mostrar que la educación cívica juega un rol clave en el fortalecimiento de las democracias.
Por eso, ya en junio del año pasado, un conjunto transversal de senadores habíamos presentado un proyecto de acuerdo solicitando a la Presidenta reincorporar la Educación Cívica como asignatura, programa, taller u otra forma pedagógica participativa, eficaz y permanente, para promover en la población infantil y juvenil, a la par de su formación ciudadana, el desarrollo de una opinión informada respecto de los procesos de cambio en desarrollo.
Este tema, que pareciera gozar del más amplio apoyo social y político tendrá, con toda seguridad, sus detractores. Y no es difícil adivinar de dónde provendrán dichas críticas. Se dirá que se está de acuerdo con el principio, pero que se trata de un proyecto “ideológico” que busca inducir o “concientizar” a los jóvenes, pasando a llevar su libertad y la de sus familias.
Nada más alejado de la verdad.
Lo que les preocupa a esos aun silentes cuestionadores son los contenidos de dicha educación cívica. Les preocupa que se les hable a niños y jóvenes de dictadura, de derechos humanos, de diversidad, de tolerancia, de pueblos originarios, de derechos sociales, de democracia y quizás hasta de “temas políticos”.
Este tipo de situaciones ya las vimos, por ejemplo, en el debate sobre la creación de la asignatura “Educación para la Ciudadanía” en España el 2006 y más ampliamente cuando en 2010, todos los Estados miembros de la Unión Europea adoptaron la Carta del Consejo de Europa sobre Educación para la Ciudadanía Democrática y los Derechos Humanos.
En el caso español dicha norma tenía como objetivo “favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz y responsable”. El actual gobierno del PP la dejó fuera de la ley de educación el 2013.
En el caso de la Carta de UE ésta se propone “la búsqueda de la equidad y la cohesión social ha sido una prioridad política creciente en los últimos años, tanto a escala nacional como europea. Animar a los ciudadanos, particularmente a los jóvenes, a participar activamente en la vida política y social ha sido una de las principales formas de abordar estas cuestiones; en este sentido, la educación se ha considerado un medio fundamental para alcanzar dicho objetivo”.
Esta materia, sin duda opinable y debatible, se entronca necesariamente con otra materia en discusión: si el voto es voluntario o vuelve a ser obligatorio. Porque el voto forma parte esencial de la concepción republicana de una democracia no solo representativa, sino también participativa.
Y este debate no surge del proyecto que presentamos recientemente junto a senadores de bancadas de oposición y de gobierno, sino que quedó pendiente desde la aprobación de la ley que estableció el voto voluntario, cuando diversos actores y organizaciones plantearon, como lo explicitó entonces el sociólogo Manuel Antonio Garretón, que “declarar el voto voluntario es un retroceso enorme en la democratización política del país… como si el acto político democrático por excelencia no fuera un derecho y un deber sino solamente una manifestación que sirve para detectar estados de ánimos respecto de la política”.
La experiencia comparada es diversa en esta materia: hay países donde el voto es voluntario pero que registran alta participación electoral, justamente porque hay una importante educación cívica y otros donde la voluntariedad ha reducido, como en el caso de Chile, ostensiblemente la participación en las elecciones.
A estas alturas también hay países con diversas formas de votación, anticipada o electrónica, que permite facilitar el ejercicio de su derecho a los ciudadanos que viven en zonas más apartadas e, incluso, que permiten el voto de personas detenidas pero aun no condenadas, como Argentina, u otros donde en cada votación existe la opción “blanco”, como en Colombia.
Lo concreto es que se ha establecido que en aquellos países donde hay voto obligatorio la distribución del ingreso es mejor que en aquellos donde es voluntario.
En síntesis, se trata de temas que tiene con ver con la condición de ciudadano o miembro de una sociedad determinada y la participación en los asuntos de la polis, porque como también dice Garretón, “no se es ciudadano en abstracto, se es ciudadano de un país”.