Cada invierno aparecen numerosos artículos y entrevistas referentes a la calidad de los pronósticos de la calidad del aire en Santiago y, crecientemente, en otras ciudades de Chile. Eso tiene la ventaja de recordarnos la importancia de proteger la salud de nuestros ciudadanos. Sin embargo, ese énfasis, a menudo, le resta atención al tema central. Y este es, a mi juicio, el constatar que nuestras ciudades mantienen durante todo el año, no sólo los días de alerta, pre-emergencia y emergencia, niveles de calidad de aire incompatibles con la salud de las personas, los ecosistemas y el sistema climático.
Efectivamente, los niveles anuales de material particulado y de ozono siguen estando por arriba de lo recomendable, lo que está asociado a la frecuencia de problemas cardiovasculares, la prevalencia de cáncer y otras enfermedades. Nuestros ecosistemas y cultivos están expuestos a valores cuya suma resulta en daño y pérdida. Y los aerosoles y gases emitidos y producidos en nuestras ciudades generan impactos sobre el clima regional.
La buena noticia es que, si bien históricamente los planes de descontaminación atmosférica se han enfocado en el manejo de los episodios críticos, ya se empiezan a observar medidas estructurales para abordar tanto lo agudo como lo crónico.
Por ejemplo, en los últimos planes el énfasis ha pasado del llamado a usar leña seca a la discusión de cómo puede mejorarse la construcción y aislación de las viviendas, considerando sistemas de calefacción basados en energía más limpia y centralizada (calefacción distrital, ojalá geotérmica y/o solar). También se han introducido impuestos a la compra de vehículos motorizados y otras medidas que apuntan a estimular el uso de transporte público (vías segregadas, ejes ambientales, etc.).
Pero queda mucho por hacer, mucho más. Y mientras más ambiciosos son nuestros objetivos, más conocimiento se necesita. El establecimiento de “urbes inteligentes y sostenibles” es necesario, pero no fácil de conseguir.
Las primeras medidas son relativamente sencillas y evidentes: cambiar procesos y poner restricciones a las megafuentes de emisión. Sin embargo, aquellas normas relativas a la construcción y al transporte requieren de un diseño basado en múltiples criterios y competencias que abarcan desde la ingeniería hasta las ciencias sociales, incluyendo ciertamente el urbanismo y la epidemiología, pero sobre todo la conciencia y la participación de los/las ciudadanos/as.
Con ello tenemos una espléndida oportunidad de avanzar hacia el desarrollo y la sustentabilidad, elementos de una sociedad más resiliente ante la variabilidad y el cambio climático.