Que la llamada “clase política” atraviesa por un mal momento, es un lugar común que ya no representa novedad y cada día que pasa se comienza a repetir como una frase que se usa para todo, como una muletilla para fines muy diferentes unos de otros.
Sin embargo, el problema es real, hay una situación de descrédito que afecta severamente al sistema político del país. Los datos que han surgido de las indagaciones del Ministerio Público y del Servicio de Impuestos Internos, sobre financiamiento irregular y/o ilegal de numerosas campañas electorales, ha servido para que la ciudadanía sienta que se confirman graves sospechas: que la política es sucia y que se ha enlodado irreparablemente.
Mas aún, una seguidilla de nuevos hechos, como las comparecencias de los declarantes en los casos Penta, Caval, y ahora filtraciones, indagaciones o rumores relativos a la participación de la empresa Soquimich en la entrega de abultados dineros irregulares, parecen constituir una turbia historia de nunca acabar que día tras día sigue desgastando los componentes de un cuerpo político que se ve sobrepasado por las dimensiones de su propia pérdida de credibilidad y, por tanto, de su legitimidad y autoridad.
Ante esta realidad, la propia Presidenta Bacheleta ha subrayado que, “lo que está en juego es la democracia”. En este contexto, resultan muy dañinas y contraproducentes ideas que insinúen o propicien una defensa corporativa de la clase política.
Desde el país se percibe que en diversas figuras de ese sector existe un desasosiego, un nerviosismo, síntomas de culpabilidad que inducen a conductas insensatas.
Una de ellas es la del así denominado “acuerdo nacional”, entendido como una “salida” para los afectados, que no hace más que alimentar en la ciudadanía la sospecha que se planea o diseña una maniobra en la que se concretará esa muy temida y condenada “defensa corporativa”, que viene a ser una manera de eludir que los involucrados asuman la responsabilidad que les corresponda.
También ha sido un episodio muy desafortunado, aquel de ciertos parlamentarios en ajetreos que “bajen” al Servicio de Impuestos Internos de la tarea legal e institucional que le cabe en la lucha contra los delitos e ilícitos tributarios.
Aunque surgen airadas negativas, ese ir y venir, refleja ese deseo, impracticable e insensato del “arreglín”. Son tales ejercicios, los que al coincidir los protagonistas, provocan las sospechas ciudadanas y horadan la legitimidad que tendría tal “acuerdo”.
La señal que se genera es muy controvertida, que los “honorables” recurren a mecanismos que no lo son tanto, cuando se trata de intereses corporativos en juego.
Esas señales ahondan e incrementan la desconfianza al incurrirse en afanes que son abiertamente agraviantes para las personas de a pie, que sienten una conducta violentadora de la igualdad ante la ley, principio básico del régimen democrático.
Hay quienes no se dan cuenta que de tantos afanes, carentes de transparencia, hace que la situación se deslice hacia circunstancias que pueden resultar muy delicadas, el momento en que el sistema político termine por desautorizarse a sí mismo y surja el grito “que se vayan todos”. Por eso, en esta hora se requiere el máximo de responsabilidad, lo que exige transparencia y erradicar las malas prácticas.
Por mucho nerviosismo que haya, la alternativa legítima es respetar la línea estratégica indicada por la Presidenta Bachelet: que las instituciones funcionen y que se impida cualquier intento de echar la suciedad bajo la alfombra. Hay que dignificar la acción política y no ahondar su descrédito.
El dilema de hoy del sistema político es inédito: es una exigencia ética; la de contener, reducir y derrotar las malas prácticas. Esa tarea se inicia con el esfuerzo de reponer la dignidad de la política, lo que es incompatible con arreglos que escamoteen a la ciudadanía la debida sanción de las responsabilidades correspondientes.