El año pasado presencié por casualidad un procedimiento policial en Washington D.C. Un par de policías detenían a una mujer afroamericana, que aparentemente había cometido una falta o delito flagrante. Pese a lo anterior, dicha mujer se resistió violentamente a su arresto, insultando y gritando como una enajenada mental. Finalmente fue reducida, esposada e ingresada al auto policial.
Mientras esta detención se llevaba a cabo, la gente pasaba por su lado y nadie exigía explicaciones ni intentaba reclamar por el proceder policial, ya que como explicara un abogado de la Secretaría de Justicia: si un policía detiene a una persona, se presume que está dentro de su competencia y funciones. Si llega a trasgredir la normativa vigente, será responsable, por lo que debe acatar los protocolos de rigor.
En Chile, en contrapartida, Carabineros sufre serias dificultades para arrestar o detener a alguien en delito flagrante, por la interferencia de la propia ciudadanía, quienes se sienten con el derecho a cuestionarla. El problema radica en que muchas veces los cómplices de los delincuentes son los que más entorpecen un procedimiento policial.Esta situación se da especialmente cuando se intenta impedir y prohibir el comercio ambulante.
Asimismo, en nuestro país, agredir y maltratar a un policía queda en la más absoluta impunidad si estas agresiones no le provocan lesiones corporales físicas, tal como lo mencionara recientemente el Senador Alberto Espina. En Estados Unidos, esos delitos se pagan con cárcel real y efectiva.
La opinión pública de Chile y de América Latina reconoce la labor de Carabineros, existiendo “una mayoría silenciosa” parafraseando al ex Presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, que valora su capacidad y profesionalismo. Basta observar su trabajo en la tragedia de la zona norte para comprobar por qué esa institución es una de los pilares de nuestra sociedad.