Cuando los medios de comunicación informaban la designación de la presidencia de la comisión de Derechos Humanos del Senado chileno al partido Unión Demócrata Independiente (UDI), en la persona de la Sra. Jacqueline Van Rysselberghe, un partido que aún defiende las barbaries cometidas durante la dictadura y que tanto daño causó a nuestro país, recordé un hecho extrañamente coincidente ocurrido hace algunas décadas.
En la década de los ochenta, siendo responsable para América Latina de la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL), en Bruselas, recibimos una llamada telefónica que nos informaba del arresto y desaparición de 17 sindicalistas salvadoreños y nos solicitaban con urgencia nuestra solidaridad e interceder ante las autoridades correspondientes para ubicarlos y así salvar sus vidas.
Fuerzas de seguridad, fuertemente armadas, habían irrumpido violentamente en las dependencias de una parroquia de la iglesia católica, en las afueras de San Salvador, donde se encontraban reunidos los máximos dirigentes, hombres y mujeres, de una federación sindical nacional.
El Gobierno de ese entonces, que presidía el Sr. Alvaro Magaña, negaba la detención.
Una delegación internacional integrada por sindicalistas europeos y de América, miembros del “Comité de Defensa de los Derechos Humanos y Sindicales” de la CIOSL, arribamos a San Salvador cuatro días después de ocurrido el hecho. El Salvador estaba sumido en una guerra civil que dejó un saldo de muertos y desaparecidos sin precedentes en su historia.
Nos dirigimos de inmediato a la casa presidencial, donde un cartel advertía “depositar las armas aquí”.
Fuimos recibidos por el Presidente de la República, quien después de escuchar nuestras demandas, las pruebas irrefutables de la participación de fuerzas de seguridad en el secuestro, y finalmente nuestra petición de libertad inmediata de los sindicalistas, reconoció el arresto, que al inicio había negado. Nos confesó, ante nuestra sorpresa, sus dificultades para gobernar de manera independiente de las fuerzas armadas. Entonces nos derivó a su ministro de Defensa, un general que recientemente había viajado a Chile para condecorar al dictador Pinochet.
No era suficiente el reconocimiento del arresto de los 17 sindicalistas. Planteamos al general la necesidad de visitarlos en sus lugares de reclusión. El general, después de varias consultas, aceptó y nos dirigimos al cuartel central de la policía donde fuimos recibidos por el oficial a cargo. Un capitán del ejército, que además era el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de El Salvador.
Luego de varias horas de espera logramos encontrarnos con los 17 detenidos en una sala que los carceleros apresuradamente habían habilitado. Pedimos estar a solas con ellos, los carceleros nos dieron cinco minutos.
Sucios y golpeados nos miraron primero con desconfianza, luego uno de ellos me reconoció, nos habíamos conocido en un acto de solidaridad con Chile. Nos abrazamos y lloramos, todos nos miraban sorprendidos. Estaban vivos. Nos relataron brevemente como habían sido capturados y tratados. Todo el tiempo permanecieron vendados e interrogados con violencia, obligados a firmar declaraciones por escrito que nunca pudieron leer.
Pasada esta primera emoción, los carceleros irrumpieron en la sala premunidos de cámaras fotográficas y de televisión que registraban este encuentro, mientras uno de sus oficiales leía en voz alta los nombres de algunos de los detenidos que quedaban en libertad inmediata.
Sin duda intentaban utilizarnos y aprovechar este hecho para su propaganda. No nos importó, lo esencial era proteger la vida de 17 sindicalistas.
“Salimos todos en libertad o no sale ninguno”, fue la categórica y unánime respuesta de los detenidos, hasta algunas horas atrás desaparecidos. Después de deliberar brevemente entre ellos se pusieron de acuerdo y finalmente aceptaron… “con solo una condición”, dijeron, debíamos esperar a los liberados a la salida del cuartel. Ya se hacía de noche. Temían ser ajusticiados en la calle, como era la práctica en esa época.
Así lo hicimos después de despedirnos del capitán carcelero y presidente de la Comisión de Derechos Humanos, que continuaba asegurando que en El Salvador se respetaban los derechos humanos, que no se torturaba. Su cargo y sus palabras constituían un agravio intolerable para nosotros, pero en particular para el pueblo salvadoreño que se debatía entre la vida y la muerte, que continuaba luchando por alcanzar esa paz que emerge de la justicia.
Horas después abandonamos El Salvador en dirección a Guatemala. Donde nos esperaba un país con más de treinta mil desaparecidos, entre ellos innumerables sindicalistas. Directivas de sindicatos completamente diezmadas por las dictaduras que se sucedían unas a otras en el poder.
Posteriormente regresé a El Salvador, todos los sindicalista habían sido liberados; sin embargo, la mayoría de ellos tuvieron que abandonar el país para resguardar sus vidas.
Esta vez la solidaridad del movimiento sindical internacional había funcionado con éxito, como funcionó en varias oportunidades en Chile durante la dictadura.
Años después en El Salvador se firmaban los Acuerdos de Paz entre el gobierno y la guerrilla.