Los escándalos de los mecanismos ilícitos para financiar las campañas electorales de varios candidatos a diputados y senadores de la UDI, RN, un DC e incluso un precandidato presidencial de Fuerza Pública, acompañados de delitos tributarios, tráfico de influencias, facturas “ideológicamente falsas” y el préstamo exprés del Banco Chile a un hijo de la presidenta han dejado en evidencia la fragilidad de la institucionalidad política chilena.
Pinochet y la UDI se encargaron de estructurar una institucionalidad que les permitiera mantener el estado de cosas que habían construido durante los 17 años de dictadura (liberalismo económico, estado reducido a su más mínima expresión, movimientos sociales desarticulados, individualismo exacerbado, consumismo desenfrenado), en lo esencial, su propósito era mantener la institucionalidad política igual, independientemente de quienes gobernaran, y de la composición política del Congreso.
La Constitución de Jaime Guzmán, fue preparada en ese sentido, lo que la derecha “transó” con la Concertación al inicio de la transición fueron más bien cuestiones de forma que de fondo. En la legislatura de los 20 años de Concertación y 4 años de Alianza, el lugar común es la mantención de la institucionalidad política definida por la dictadura, sistema presidencialista, binominalismo en el parlamento para que el 35% fuera igual al 65%, quórums inalcanzables para reformas verdaderas, inexistencia de mecanismos universalmente democráticos como el Plebiscito vinculante para resolver importantes controversias nacionales, nada de participación ciudadana en los territorios, comunas ni menos regiones, negociación colectiva sindical amarrada.
Este tipo de institucionalidad política es la que “definió” el dictador Pinochet cuando habló con desprecio de “los señores políticos”, cuando mandó a los “políticos a sus covachas”, cuando Merino habló de los comunistas refiriendo a ellos como “Humanoides”.
No es de extrañar entonces el conjunto de “incentivos” económicos que se establecieron para los honorables diputados y senadores, la idea es que estuvieran contentos con las cosas, “tal como estaban”, que trabajaran por hacer cambios, pero solo “en la medida de los posible”. Con los incentivos se garantizaba un “verdadero” pero sobre todo permanente interés por mantenerse en sus posiciones por mucho tiempo resguardando la “estabilidad” del sistema, buenas rentas y el sistema binominal les aseguraba la permanencia en sus cargos, la inexistencia de mecanismos revocatorios de mandato y fueros extremadamente generosos, les garantizaban un importante manto de impunidad.
Si a lo anterior agregamos la cultura neoliberal instalada en la sociedad, la sacralización de lo privado y la demonización de lo público, un Estado jibarizado y sin capacidad de fiscalizar ni menos sancionar conductas ilegales, y el paradigma mafioso del Padrino “son solo negocios” establecieron una cancha demasiado amplia para la precarización moral, y pudrición de buena parte de los actores oficiales (para no decir rentados) de la institucionalidad política.
Por el lado de la ciudadanía, organizaciones sociales débiles, falta de liderazgos sociales en los territorios, partidos políticos más preocupados de sobrevivir y de mantener sus cuotas de poder que de educar a los dirigentes sociales y fortalecer sus liderazgos y sus organizaciones, explican entre otras causas el lento y dificultoso desarrollo de los movimientos sociales.
La situación está llegando a un límite crítico, menos del 50% del padrón electoral vota en las elecciones de diferentes tipos, la calificación pública de los partidos políticos es desastrosa y la gente manifiesta en todos los tonos su desazón. La reacción (esperable) del autoritarismo y del conservadurismo es ¡hay que volver al voto obligatorio! Nada más lejos de un camino real de recuperación de la dignidad en la política.
Aventuraré algunos temas que nos podrían ayudar en este camino. Desde luego, y a mi juicio lo más importante, el desarrollo y generación de nuevos liderazgos sociales sólidos, consistentes, que den lugar luego a nuevos liderazgos políticos, acompañado esto con el fortalecimiento y empoderamiento de las organizaciones del mundo social, partiendo por los trabajadores, las mujeres, los pobladores (hoy llamados vecinos y/o ciudadanos en su condición de habitantes de las ciudades), los estudiantes, los intelectuales, los artistas, los profesionales, los técnicos, las etnias, la diversidad sexual, los medioambientalistas y todos los grupos de interés que existan.
Estos liderazgos sociales y organizaciones empoderadas deben tener como fin claro la conquista de espacios de poder a nivel territorial, comunal regional y su motor debe ser la exigencia de participación vinculante como mecanismo de decisión en materias relevantes.
En el ámbito de la institucionalidad propiamente tal, y teniendo presente que ella misma hará todo lo posible por mantenerse tal cual está, pero confiando en la capacidad del mundo social por presionar cada vez más por cambios en ella, deberíamos dar pasos ciertos en el camino a la Asamblea Constituyente para generar una Nueva Constitución.Solo un marco jurídico plenamente democrático, definido por la ciudadanía tendrá la credibilidad y legitimidad que necesita una nueva y digna institucionalidad política,
Por de pronto, avanzar en todos los espacios y particularmente en los territorios y comunas fiscalizando a concejales y alcaldes, presionando por más y mejor participación vinculante nos permitirá empezar a construir este camino de dignificación de la política para que sirva a la gente y no se sirva de ella.