Han surgido opiniones, en la derecha, que insinúan “una solución política”, que sirviese para configurar una salida a la gravísima situación legal y política que afecta a la UDI, por el caso Penta.
Excusas no les faltan; por ello, desde ese sector se alega que estas conductas, que defraudan al Fisco y a la conciencia ciudadana, serían una “práctica generalizada” y que “todos lo hacen”; no faltando aquel audaz que reclama por un “Pablo Longueira”, es decir, pide que una figura política venga a arreglar el descomunal embrollo, jurídico y moral en que se encuentra dicho Partido.
Tengo la convicción que seguir ese camino, sería echar definitivamente por tierra lo que queda de la legitimidad y del prestigio del actual sistema de partidos políticos, existentes en el país. Sería un intento definitivamente estéril y bochornoso.
En primer lugar, sería estéril, ya que resulta enteramente previsible que el repudio ciudadano que tendría una propuesta de ese tipo, adquiriría tal magnitud qué haría imposible la materialización de ese propósito.
En segundo lugar, sería tan impropio y vergonzoso que vendría a indicar que se ha provocado una grave distorsión en la institucionalidad democrática, una impunidad para aquellos que disponen o que ejercen un espacio de poder.
En tal sentido, la decisión expuesta desde el gobierno, en reiteradas oportunidades, no puede ser más certera y realista: hay que permitir la labor autónoma y sin interferencias de los Tribunales de Justicia.
Ahora bien, el reproche moral que se ha extendido por el país, tiene un sentido que no se puede desatender, que va más allá de lo que pueda hacer el sistema judicial; se trata de una fuerte condena a quienes pretenden situarse por encima de la ley, actuando de hecho como si estuviesen dotados de un privilegio especial, precisamente, el actuar con impunidad, de hacer lo que lo demás no pueden, porque simplemente no les pasará nada. La idea de poderosos intocables, dotados de enormes fortunas personales, es fatal para la legitimidad democrática de la institucionalidad.
Lo que está en juego es si en el hecho en Chile, se establecen personas de primera y de segunda clase. La pretensión de impunidad es tan grave que vendría a romper el criterio fundacional de la existencia de una comunidad democrática: que no existe tal status y que se garantiza la igualdad de todos ante la ley.
Esa es la razón de fondo. Aquí no se trata, de ingeniería ni de negociación política, para resolver un intrincado impasse de naturaleza judicial. Por ello, no caben ni existen salvadores milagrosos ni fórmulas mágicas; lo único que corresponde es esperar, finalmente, el veredicto de la Justicia.
Aquí no se puede generar, de ninguna manera, una especie de sindicato desconocido pero eficaz, que consigue zafar a los suyos de las sanciones que reciben las personas cuando violan, atropellan o hacen caso omiso de las obligaciones que les impone la ley.
Aquí se prueba si hay o no hay una institucionalidad democrática sólida. Aquí se corrobora si estamos o no ante un Estado de Derecho que consagra las mismas obligaciones para todos y todas ante la ley. La Justicia debe hacer su tarea.
En el último tiempo, son muchos los episodios en que la autoridad judicial aparece débil o sobrepasada, en que diferentes imputados salen desde el Tribunal a las calles, riéndose ante las Cámaras y reporteros que los siguen mientras el estupor se extiende en la ciudadanía. Por el bien de Chile, en este caso, no puede pasar lo mismo.