Hace algunos días tuve la oportunidad de leer la interesante columna que el filósofo español José Luis Pardo publicara en El País (2/10/2014) bajo el sugerente título de “Padres e hijos: la Transición interminable”.
Mientras lo leía, pensé en la gran cantidad de paralelismos que desde hace cerca de un cuarto de siglo venimos descubriendo entre los procesos de recuperación democrática en España y en nuestro país.
En conversaciones privadas, coloquios o debates políticos, en cuántas oportunidades no nos hemos entregado al entretenido ejercicio de elucubrar quién fue nuestro Suárez, quién nuestro Felipe González, cuándo concluyó la transición y si calzan Piñera y Aznar. O en ámbitos de la cultura de transición, preguntarnos por nuestros Almodóvar y Carmen Maura. O a quién ponemos ante Javier Marías, Pérez Reverte o Javier Cercas, y si hubo entre nosotros un instante crucial como lo fue la toma de las Cortes por Tejeros y la intervención del Rey contra el golpe.
Estos debates tienen sus límites y sus mañas. Es más que evidente que cada experiencia política es única e irrepetible, que acá se hizo la transición con el dictador vivo y bien enfundado en su uniforme, que fuimos cambiando la sociedad y la Constitución en forma gradual, haciendo de Chile un país más próspero con una democracia más representativa de todos y menos tutelada por algunos, en un contexto regional muy diferente a la UE.
Y sin embargo, los paralelos no por eso resultan inútiles. Cuántas puertas nos pueden abrir para mejor entender tendencias de comunidad y diversidad, de continuidad y cambio. Se facilita la comprensión de la realidad propia a partir de contemplar la de la ajena.
Vuelvo a la columna de Pardo. En dos palabras lo que el filósofo sostiene es que tras la crisis financiera internacional desatada el 2008 y de la cual España, Europa y buena parte del mundo aún no terminan de mal recuperarse, la generación de relevo en España ha roto con la tradición que la ataba al proceso de superación de la dictadura franquista y de la tardía inserción de España en la Europa de postguerra, la Europa de la democracia social de derecho y del Estado de bienestar.
En términos de Tony Judt, “se han olvidado del siglo XX”. Esta ruptura con el pasado, a su juicio, es bien diferente a la continua obligación freudiana de “matar al padre” que bien analiza Ortega y Gasset, rito con el cual habrían cumplido los actores de la transición española al desembarazarse progresivamente de los padres y abuelos que venían combatiendo en alguno de los dos bandos desde 1936, tal vez desde antes. Esta ruptura partió por aprovechar la trágica experiencia de los mayores para evitar repetir los horrores de la guerra civil.
El corte con el pasado que hoy se reivindica por parte de la generación de relevo es de distinta naturaleza. La premisa es el completo fracaso de la transición, incluso asimilándola con una suerte de proyección “moderada” de la dictadura: un país de banqueros codiciosos, políticos corruptos y periodistas vendidos, propios del llamado “modelo neoliberal”. Estos jóvenes que comienzan sus lides en la política buscan una transición definitiva y la construcción de una democracia auténtica; algunos – influidos por el anarquismo – se la imaginan sin banqueros, sin partidos, ni prensa. En esta cruzada fundacional el ejercicio de la soberanía directa online es de rigor.
Ahora bien, en el caso español, para Pardo, este rechazo a la sociedad post dictatorial es responsabilidad de los padres que sobreprotegieron a sus hijos e idealizaron la transición, sin preocuparse de enseñarles que la democracia no siempre se presenta con ropajes brillantes.
Hoy los jóvenes al ver “a la dama demacrada y maltrecha”, en palabras del autor, simplemente se niegan a reconocerla. ¿Quién podrá hoy convencer a los hijos ya crecidos que la señora no es incompatible con estrecheces económicas, con corrupción, con poderes fácticos y que no sirve liquidar el sistema democrático y sus instituciones, que precisamente están para combatir esos males?, ¿quién les dirá que para acudir a votar no se necesita hacerlo con la ilusión de cambiar el mundo, que muchas veces las alternativas políticas son más modestas, pero no por ello menos importantes para la gente?
¿Quién los convencerá de la importancia de los Parlamentos, los Tribunales, los Gobiernos y la prensa libre para defender a la sociedad de los “poderes salvajes”? “Parafraseando a Fassninder – afirma Pardo – la política no siempre es divertida y casi nunca es un gran espectáculo…que a menudo la democracia resulta tan pesada como una sesión parlamentaria o un decreto ley sobre aguas residuales…y que la “gran política” es la que se hace en ese día a día grisáceo y descolorido y no la que se anuncia en los medios a bombo y platillo en tiempo real o la que pone en tensión a las multitudes en la calle”.
Y Pardo concluye su columna afirmando que “si nadie les dice ( a los jóvenes) que la democracia ya está en pie ( aunque nunca puede darse por acabada) y que de lo que se trata es de no destruirla, de no dilapidar esa herencia política a la cual deben ellos su libertad, si no se consigue transmitir esa experiencia que sus protagonistas ocultaron tras un cuento autocomplaciente, seguirán empeñados en construir “un nuevo régimen” y será imposible sacar el debate del pozo de la ficción en el que se halla, y en el cual las quimeras de la soberanía garantizan la soberanía de las quimeras en el discurso político”.
Walter Benjamin, comienza recordando Pardo, afirmaba que las guerras y las crisis económicas generan, además de penurias materiales, esta pobreza de experiencia, y sentimiento de peculiar simpleza de tener que comenzar desde cero.
A propósito de artistas e intelectuales europeos en tiempos de guerra, concluyo con un recuerdo rápido: hay un ensayo de Hannah Arendt sobre la brecha entre el pasado y el futuro que se abre con el aforismo fantástico del poeta surrealista y resistente francés René Char “Nuestra herencia no está precedida de ningún testamento”.
¡Es la libertad, que tiene sus exigencias!