Abraham Lincoln, Albany, Washington Irving, Príncipe de Gales, Reina Victoria, Walter Scott, Avenida Presidente Kennedy, Jorge Washington, Robin Hood, Óscar Wilde, Sherlock Holmes, Robinson Crusoe, Francis Drake, Little Rock, Charleston, Baltimore, Chicago, Kentucky, Wisconsin, Manchester, Liverpool, Bristol,…¿son parajes o individuos que tengan mucho que ver con nosotros?
Por lo general, nada.No obstante, en una guía de Santiago tan ajada como la que para 1993-1994 publicó la antigua Compañía de Teléfonos de Chile –hoy Telefónica-, esos y muchos otros apellidos y sitios figuran, una y otra vez, en comunas tan improbables como Las Condes, Maipú, San Joaquín, La Granja, La Pintana, Lo Espejo, La Cisterna, La Florida, Lo Prado, Puente Alto, Pedro Aguirre Cerda, Pudahuel…
La función que cumplen tales designaciones es honrar a naciones, ciudades, científicos, humanistas, escritores y de un cuanto hay que haya dejado una contribución al conjunto del mundo. Sin embargo, por citar un ejemplo evidentísimo en lo que respecta a Chile, poco o nada puede afectarnos un personaje que, desde luego, es el detective ficticio más famoso de todos los tiempos –Sherlock Holmes- aunque su autor, Arthur Conan Doyle, ni siquiera debió saber en qué lugar del mapa estábamos.
Los nombres de las calles no son un asunto tan menor como podría parecer a primera vista. Por el contrario, revelan una disposición anímica e intelectual, una voluntad de perpetuación, un deseo explícito de homenaje que resalta y queda en evidencia cada vez que caminamos por ellas.
El alcalde de Maipú que tuvo la brillante ocurrencia de bautizar como Manchester a una arteria de ese populoso sector, obviamente quiso cincelar, para que nunca se olvide, a la metrópolis donde nació el capitalismo.
Y en el presente estamos tan acostumbrados a entrar o salir de la estación Príncipe de Gales, que jamás se nos pasa por la cabeza la idea de preguntarnos qué diablos tenemos que ver con el heredero de la corona en la monarquía inglesa.
Que ese señor pueda ser un genio o un débil mental vale poco frente al hecho de que una preponderante avenida del oriente de la capital lleve semejante título nobiliario.
O el de su antecesora, la Reina Victoria, una soberana que hoy es recordada como modelo de la total hipocresía, de la feroz rapacidad y de la absoluta prepotencia del que fue, por siglos, el imperio más poderoso y cruel del orbe.
En el resto de Chile hay cientos, miles de otras vías denominadas según una mentalidad tan anglófila que, si no fuera tan flagrantemente ridícula, resultaría ciento por ciento patética, ciento por ciento grotesca.
En el derecho civil y en concreto, en una de sus derivaciones más representativas, como es el derecho internacional, existe un principio básico que ha regido por miles de años: el de la reciprocidad.
Para los romanos se expresaba en la fórmula Do ut facias, doy para que hagas, a saber, una mínima correspondencia entre lo que entrego y lo que recibo.
Pues bien, ni en Inglaterra, ni en Estados Unidos, ni en Canadá, ni en Nueva Zelandia, ni en Australia, se conoce una plaza, un pasaje, un callejón o lo que sea relacionados con Chile. Y si es que existen, lo que es altamente hipotético, deben ser lugarejos tan clandestinos que ninguno de sus ciudadanos tiene idea dónde están.
No hay, como sí lo vemos en bulevares, parques o edificios de Roma, París o hasta Moscú, nombres de personalidades como Neruda, Huidobro, Gabriela Mistral, Andrés Bello, Violeta Parra, Claudio Arrau o Salvador Allende.
En realidad, no tiene por qué haberlos en espacios públicos de los estados angloparlantes, ya que para ellos importan, mejor dicho importamos, menos que cero.
¿Por qué, entonces, en el elegante barrio Jardín del Este, en Vitacura, tenemos una suntuosa y arbolada arteria que reza Washington Irving? Se trata de un narrador completamente secundario; si por lo menos fueran Melville, Hemingway, Scott Fitzgerald o Faulkner, pase.
Irving dificultosamente es recordado por un texto tan añejo que ya casi nadie lee. Se trata de Cuentos de la Alhambra, una colección de relatos que, con grandes esfuerzos, puede hallarse en San Diego o comprarse por internet.
Somos completamente insignificantes para las culturas en lengua angloamericana, aún cuando Chile hoy resulte para ellos más fácil de localizar en el atlas de lo que era hace una generación.Si en ese período, alguien, digamos, en Londres o Nueva York, le preguntaba a uno de dónde venía, para salir rápido del paso la respuesta era, Sudamérica.
Acto seguido, el feliz interlocutor replicaba que sí había estado por aquí, pues había pasado sus últimas vacaciones en…¡Miami! Así, nuestro idioma, nuestra idiosincrasia, nuestra forma de vida les son tan ajenos, tan remotos, tan imprecisables como los de un extraterrestre.
A pesar de ello, el servilismo espiritual que les profesamos es patente y los nombres de las calles apenas reflejan un aspecto mínimo de este acerbo complejo de inferioridad.
Es posible que cierta fracción de los vecinos de la superpoblada Maipú –por algún motivo incognoscible, los ediles de ese municipio se llevan la palma en cuanto a anglomanía- algo hayan oído hablar de Óscar Wilde, incluso hasta podrían haber leído El príncipe feliz. Sea.
No obstante, ¿sabrán, acaso remotamente, que el puerto de Bristol, palabra que adorna uno de sus paseos, estuvo mucho tiempo entre los principales centros del comercio de esclavos?
¿Y que desde hace centurias alberga a la industria del jerez, un vino seco que sirve de aperitivo y bajativo y que los imperturbables británicos le han estado robando a España desde épocas inmemoriales? Imposible determinarlo.
Pero algo podemos adivinar, por varias razones, entre ellas el nulo avance educacional de la periferia santiaguina. En el fondo, es casi seguro que la mayoría de los residentes de las calles Óscar Wilde o Bristol ni siquiera sospechen quién fue Wilde o dónde se encuentra esa urbe del sur de Gran Bretaña.
Y nosotros, desde la escuela primaria, sí que tenemos que saber dónde se ubican Londres, Edimburgo, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Sydney, Ottawa, Auckland… y por si eso no fuera suficiente, somos fans de sus políticos, sus literatos, sus deportistas, sus cantantes, sus artistas.
Esto no sería reprochable si ellos, de su lado, al menos tuviesen conocimiento de que el pasodoble, el tango, el chachachá, el bolero, la salsa o la cumbia se originan en entornos geográficos diferentes entre sí.
Y que Borges, Vargas Llosa o García Márquez pertenecen, cada uno, a nacionalidades distintas.Bueno, al menos la novelista Isabel Allende no corre ese peligro, si bien todavía hay muchos que siguen creyendo que era hija del Presidente constitucional sangrientamente depuesto en 1973.
A fin de cuentas, en términos intelectuales seguimos siendo igualmente o inclusive más subdesarrollados que antes y nos miramos a nosotros mismos tan en menos cómo lo hacíamos hace varias décadas.
En este aspecto, o sea, en el reforzamiento de nuestra identidad, la tan cacareada globalización no ha sido ningún aporte iluminador.Y puede ser probable que en unos años más Apoquindo pase a ser la autopista Barack Obama.