Recrudecen las disputas en la derecha. Mientras el gobernante recorre el país ciego y sordo al malestar que provoca su obsesivo hábito de auto elogiarse por sus presuntas grandes obras y su incontrolable afán de pontificar sobre lo humano y lo divino, los suyos, el bloque político teóricamente responsable de la marcha del país, se encuentra subsumido en un conflicto interminable, con un nuevo ingrediente: deserciones de parlamentarios, variadas amenazas de renuncias y reiteración de descalificaciones que no amainan, en un carnaval de escaramuzas que no tienen fin.
El gobernante rehúye sus propias culpas en un incesante ir y venir de auto-propaganda y, en la derecha, como en el fallido caso del río Cau-Cau en la ciudad de Valdivia, no hay quien sea capaz de tender un puente, es decir, de establecer una mínima base compartida, programática o política que reagrupe a sus filas profundamente divididas.
Tampoco lo es Sebastián Piñera. Se retira del gobierno en medio de la dispersión y las pugnas, sin un sello o impronta que exhibir. Entre otros personeros, así lo señala el senador de la UDI, Hernán Larraín, al afirmar que del ejercicio del actual Mandatario, “lamentablemente, no quedará un legado político para nuestro sector”.
En definitiva, permanecerá sólo la auto-alabanza personal, que llevó a un nuevo ciclo de exposición el caudillismo mediático que se ha instalado en los usos y costumbres de la llamada “clase política”.
Sin embargo, Chile vive una etapa de análisis y reflexión. No sólo por el cambio de gobierno o los recientes resultados electorales. No se trata, como algunos minimizan el problema, de un mero tema comunicacional, en que chilenos y chilenas no se han enterado de lo “maravilloso” que ha sido la obra del gobierno de turno. Se trata de algo más profundo, la ciudadanía percibe nítidamente que estamos en una etapa de la vida del país que representa un desafío y una encrucijada sin precedentes.
Desde hace más de una década sostengo que la raíz de la insatisfacción social está en la desigualdad que afecta muy severamente a la comunidad nacional. Por eso, no me sorprende que el diputado Cristián Monckeberg definiera como “un rotundo fracaso” la derrota electoral de la derecha en las recientes elecciones presidenciales.
Con ello se extiende y universaliza el convencimiento que el auto-aplauso presidencial por la gestión de cuatro años no ha sido sino un mero acto publicitario, enteramente desalineado de la realidad política del país y los hechos que la constituyen.
Ya fue conocido el diagnóstico del ex presidenciable, ahora senador electo, Andrés Allamand, que resumió en la grandilocuencia y la “letra chica” la gran y profunda distorsión política y práctica del actuar del gobierno que pronto se va, rehuyendo cada vez más un clima de severa autocrítica que sería indispensable, entre otros factores, por su excesivo clientelismo y su falta de pudor republicano ante un intervencionismo electoral descontrolado.
Asimismo, muchos aplauden equivocadamente el exhibicionismo mediático de quienes, sean del sector que sean, quiebran o escinden los partidos en que participan para aventurarse por un camino que no conduce sino que a más atomización y debilitamiento de la política, como fundamento de lo que debe ser la conducción del Estado.
Resulta paradojal que Piñera sucumbiera como proyecto político por la sumisión de su gobierno a la fuerza parlamentaria de la UDI. Sus ásperos críticos son figuras significativas de su propio partido, Renovación Nacional, que vivieron en carne propia, una y otra vez, cómo el gobernante se doblegaba al dictado de la UDI, de quienes fueron, precisamente, durante casi dos décadas sus más enconados detractores, desplazándolo e, incluso, humillándolo, como aconteció en la situación conocida como el “Piñeragate” para las presidenciales de 1993 y, luego, para la elección senatorial del 2001 en la Quinta Región.
El caso más notorio y decisivo fue el boicot al acuerdo político entre Renovación Nacional y la Democracia Cristiana para reemplazar el sistema binominal, lo que el diputado Monckeberg denomina el “frontón”, donde rebotan las transformaciones que el país requiere.
De hecho, Piñera comprendía lo importante que era para su gobierno modificar oportunamente el sistema electoral, pero la UDI se lo impidió, constituyéndose con ello en el más notable caso de miopía política de las últimas décadas, ya que a pesar de retardar el término del sistema electoral binominal, porque no ha sido más que eso: el retraso de un cambio inevitable, de todos modos, ese partido, gracias a su obcecación, perdió doce diputados y tuvo el más espectacular deterioro de estos años y fracturó su alianza con el partido RN, de manera prácticamente irreparable.
De ello se infiere que la estrategia del inmovilismo a ultranza, ejercida e impuesta por la UDI a la derecha, llevó al resultado con que se cierra esta etapa política del país. La idea de impedir las reformas fue la esencia del “rotundo fracaso” y se ha derrumbado enteramente.
Por cierto que algunas opiniones quisieran reducir o encapsular los errores y el déficit estructural del gobierno al ámbito exclusivamente comunicacional. Hay otros personeros que, se debe reconocer, amplían el ámbito del análisis a políticas públicas fundamentales, como la desregulación de los mercados, el “cosismo” como expresión chilena de un populismo de corto alcance e, incluso, del hecho que se reniega de la ideología propia de ese sector político, como señalan en sus declaraciones tanto Monckeberg como Allamand.
Todo ello es cierto, acentuado, además, por un desubicado culto a la figura presidencial de parte de los más elevados funcionarios de gobierno.
Pero falta algo más. Se trata que se ha constituido en Chile una situación de desigualdad social que tensiona y debilita severamente la fuerza y convocatoria de la democracia, como un sistema de convivencia y valores en que se cultiva la igualdad entre los ciudadanos y ello se refleja en una masiva aceptación de la solidez y legitimidad del régimen democrático.
Esta falla estructural es la raíz del debilitamiento que se ha producido; el “desencanto” se fermenta y reproduce en la desigualdad que cruza el país.
Allí está el gran déficit. La desigualdad imperante conlleva un sistema de abusos, tanto desde el mercado como del Estado, en que las personas son atropelladas, desconocidas o burladas en sus derechos más elementales. Ello ha afectado profundamente la ética social, se vuelve al tiempo aquel en que se consideraba al que trabaja como un “gil”, porque la especulación, la coima o el negociado son los instrumentos eficaces de ascenso en la escala social.
Ante el abuso reiterado de empresas, comercio y servicios surge la figura del “pillo”, el vicioso, el parásito social, aquel que no le trabaja un día a nadie. La sociedad de mercado ha corrompido y deteriorado gravemente el valor del trabajo.
Mientras no haya convencimiento que el esfuerzo humano debe ser justamente remunerado y los trabajadores respetados, el país seguirá desplazándose por una pendiente de conflictividad social que será explotada por los “anarcos” u otras expresiones similares.
Como estos fenómenos penetran la cultura del país y pasan a ser hábitos, resultan difíciles de revertir y derrotar.
El abuso del clientelismo electoral, usado hasta el cansancio por este gobierno, conlleva el agravamiento de este fenómeno, por ejemplo, cuando las familias reciben un “voucher” o subsidio por una vivienda que no existe. Esa burla pronto queda al desnudo y se traduce solamente en un mayor encono de las familias hacia el sistema político.
Si algo debiera ocurrir para rehacer la prestancia y autoridad democrática del sistema institucional es poner término a las malas prácticas, dejar de usar el clientelismo electoral como fundamento de las campañas y abusar de promesas que no se van a cumplir.
Se trata de abrir paso a un crecimiento inclusivo que reduzca las desigualdades.Este es el tema.Allí se origina la deuda que ha decepcionado a millones de chilenos y chilenas con el sistema político institucional y que, en definitiva, ha afectado la legitimidad del régimen democrático.Este es el gran desafío a encarar en los años venideros.
En consecuencia, el reto es universal. No hay fuerza ni sector político que se pueda restar de esta encrucijada. La transformación social del país es una tarea impostergable. Ningún grupo o sector debiera sustraerse a ella.