El reportaje conocido hace algunos días que revela las “inconsistencias legales” (eufemismo de ilegalidad) del proceso de recolección de firmas de los ex candidatos presidenciales Jocelyn-Holt y Parisi, ha puesto sobre la mesa varios temas relevantes: la rectitud de los candidatos independientes en los procedimientos que aplican para conseguir firmas; las facultades del Servel ante la inscripción de candidaturas independientes y la conducta de los notarios en el rol que, como sociedad, les hemos conferido.
Como si esto no fuera suficiente, después nos enteramos que no sólo hubo irregularidades (otro eufemismo) con el proceso de recolección, sino que además existirían algunas firmas falsas dentro del listado.
Enfoquémonos en las inconsistencias legales halladas. Primero que todo, relatemos lo ocurrido para que estemos en la misma página: la ley obliga que las personas que patrocinan la presentación de una candidatura independiente (ya sea a diputado, senador o presidente), deben cumplir con tres requisitos.
(1) Estar inscritos en los registros electorales (con la ley de inscripción automática, basta con ser mayor de edad).
(2) No militar en ningún partido.
(3) firmar ese patrocinio ante un notario.
Los primeros dos requisitos parecen lógicos, pero sobre el tercero es válido preguntarse, ¿por qué se exige que un notario certifique que esas personas están apoyando la candidatura? La respuesta es simple: el notario es la única institución, por tener el rol de ministro de fe, que puede certificar que las personas que apoyan la inscripción de la candidatura son efectivamente quienes dicen ser y realmente patrocinan al candidato al firmar por él.
El reportaje de El Polígrafo que reveló las irregularidades muestra la imposibilidad de que las firmas entregadas por los candidatos al Servel hayan sido realizadas en presencia de un notario.
Pero, ¿cuántos de nosotros efectuamos los trámites notariales realmente frente al notario que certifica “firmó ante mi”? Regularmente esas firmas se realizan frente a un colaborador del notario.
Sin ir más lejos, el Coordinador General de Revolución Democrática, Miguel Crispi, indicó el miércoles 27 de noviembre en Radio Cooperativa que en la recolección de las firmas exigidas para la inscripción de la candidatura de Giorgio Jackson, siempre hubo un colaborador del notario en el stand implementado en el bar The Clinic.
La pregunta entonces cae de cajón, si la única función, la única razón de ser de un notario es ser ministro de fe -esto es, asegurarle a la sociedad que los actos que él certifica son tales-, no la está ejecutando, ¿por qué han de existir?
Los hechos denunciados por El Polígrafo, y que ahora son materia de investigación judicial, lesionan aún más la credibilidad y confianza en las instituciones. Y en esto no me refiero exclusivamente a que los notarios no ejerzan el único rol que la sociedad les confiere (cosa suficientemente grave). Con la lamentable noticia de la posible falsificación de firmas presentadas, terminamos por confirmar la desconfianza que cualquier ciudadano podía tener sobre las instituciones.
Y entonces la discusión decanta en el fondo, ¿Hemos perdido por completo la confianza sobre nuestras instituciones? Los notarios hacen su aporte frecuente al descrédito institucional. Este último episodio es sólo uno más en la lista.
Basta recordar los reportajes televisivos sobre sus tarifas o el patético espectáculo que dieron al defender –como cartel- la burocracia que detentan en medio de la discusión de la ley que permite la creación de empresas en un día. Y, peor aún, el listado de diputados de la DC que defendió a los notarios en esa contingencia, incluso presentando un recurso ante el Tribunal Constitucional.Suma y sigue en el calvario de la desconfianza institucional.
Si no hubiese existido una sociedad civil organizada y activa, rol que cumplió la Asociación de Emprendedores de Chile –Asech-, el lobby de los notarios sobre la bancada DC hubiese sido exitoso. Los involucrados argumentarán en su defensa que esto último es política ficción. Ante esto en los campos colchagüinos de los que provengo dirían “sóplame este ojo”.
En otras latitudes y para ciertos actos más sencillos, los testigos de fe de los actos de las personas son otros ciudadanos de a pie, comunes y corrientes.¿Se ha preguntado por qué debe ser un señor nombrado por autoridades del Estado quien certifique las acciones o actos?
¿Por qué no comenzar a confiar a otras personas la atestiguación de fe de algunos actos simples, en vez de conferir un monopolio de la fe a los notarios? La propuesta, nada de genial, supone obviamente que las personas además deben hacerse responsables de lo que certifican como ministros de fe, cuestión que hace doblemente atractivo implementar tal cambio.
Flaco favor le hacen a la fe pública y a la confianza ciudadana estos episodios protagonizados por notarios, diputados, candidatos, etc. Todo esto se transfiere, sin demoras, a la desconfianza que sentimos entre todos nosotros, hijos de una misma Patria, vecinos de un mismo barrio.
Para vivir en una sociedad libre y responsable es fundamental rescatar el valor de la confianza, no solo en las instituciones, sino también entre las personas.
Rechazar con firmeza los abusos, las ilegalidades y las chanterías –parte de lo que se ha descrito en esta columna- y recuperar la confianza fortaleciendo el rol de la sociedad activa y organizada, capaz de enfrentar desde todos los ámbitos, en coordinación con un Estado moderno y eficaz, los desafíos para maximizar el bienestar social.