En días recientes, alrededor de 200 Pastores y Hermanos(as) de Iglesias Evangélicas de diversas regiones de Chile se hicieron presentes en la Sesión del Senado que votaría el Mensaje Presidencial para establecer por Ley la prohibición de actos u omisiones arbitrariamente discriminatorias por parte de órganos y autoridades del Estado y del Sector Privado.
Los Pastores y Hermanos se hicieron presentes allí para manifestar públicamente su rechazo a una disposición de esta ley que sanciona la discriminación por razones de condición u orientación sexual, y exigir de los Senadores una votación en este sentido.
Y créanme, no puedo entender. Pide la discriminación justamente un pueblo protestante, una comunidad evangélica, perseguida y castigada desde los inicios de la Reforma Protestante con Lutero y Calvino.
Una comunidad cristiana que, con Lutero, se sublevó en contra de un Poder Absoluto de la Iglesia Católica con Emperadores y Reyes, un poder que impedía el ejercicio del derecho de cada ser humano a conocer las escrituras y practicar su fe con autenticidad, un poder que excluía al pueblo de todo conocimiento y participación ciudadana, un poder que se había apartado del mensaje bíblico por su crueldad, injusticia, inequidad, exclusión y utilización del temor a Dios para obtener ganancias materiales.
Y por eso la iglesia protestante fue duramente perseguida y castigada por la Inquisición y el poder político. Es una iglesia y una comunidad que surge, vive, sufre y se fortalece en la discriminación y exclusión política, social y cultural durante siglos.
Y en nuestro país no ha sido distinto. No ha sido fácil ser evangélico, ser protestante.
Y lo sé porque lo he vivido. Nací y crecí en un hogar evangélico. Mi padre, Arturo Palma Cher, fue Pastor de la Iglesia de Los Ángeles y Presidente por muchos años de la Misión Iglesia Pentecostal; es esta Iglesia, mi padre junto a los Pastores Narciso Sepúlveda y Erasmo Farfán, la que creó el Servicio para el Desarrollo –SEPADE-, institución que cumplió un rol destacado en la defensa de la vida y dignidad de las personas durante la Dictadura y que hoy sigue colaborando con el desarrollo de las comunidades más vulnerables.
Mi abuelo Feliciano Palma también fue Pastor en la Iglesia Evangélica Pentecostal de Curacautín, y mi hermana Marta Palma trabajó por más de 25 años en el Consejo Mundial de Iglesias y actualmente preside la Comisión Ecuménica Europea para la Infancia.
En fin, sería largo enumerar a toda nuestra familia vinculada activamente con la Fe Cristiana y la pertenencia a Iglesias Evangélicas, pero me parece importante explicitar esta realidad familiar pues ella da cuenta de mi profunda y original vinculación a la fe y prácticas religiosas del mundo evangélico, vinculación que ha instalado profundas y valiosas huellas en mi propia identidad hasta hoy.
Pero, también, he conocido a fondo y he tomado conciencia de la prolongada y fuerte discriminación política, social, cultural y religiosa que vivió el Pueblo Evangélico durante casi dos siglos de vida republicana en Chile.
A lo largo de muchos años, en la escuela, en el Liceo Público y en la calle escuchaba a niños y algunos adultos que me gritaban “canuta”, esta expresión usada despectivamente la escuchaban y sufrían muchos niños y jóvenes evangélicos.
Viví la descalificación por no asistir a las clases de religión, que entonces sólo era Católica: se me dejaba sola, fuera de la sala, aun cuando tiritara de frío; lloré muchas veces la burla de mis compañeras por mi cabello largo, mi rostro sin maquillaje y mis faldas bajo la rodilla, fui excluida de las fiestas adolecentes por no beber alcohol, no bailar y no fumar, según los preceptos de mi iglesia en aquellos tiempos.
En la Universidad preferí callar sobre mi condición de evangélica y, por primera vez, corté mi cabello, y muy corto, rebelándome así a una norma religiosa que me parecía sin sentido.
Lamentablemente todas las familias protestantes han visto cómo sus niños(as) crecieron con palabras de burla y actos de exclusión por parte de sus compañeros(as) de la escuela.
Más allá de la experiencia cotidiana de discriminación que viví, creo importante recordar que las familias e iglesias protestantes por casi un siglo no pudieron enterrar a sus muertos en los cementerios; sólo el año 1884 pudieron contar con una Ley Civil de Matrimonio y no estar obligados por el rito católico para celebrar y consagrar legalmente sus matrimonios; sólo a partir de ese año pudieron inscribir a sus hijos(as) en un Registro Civil del Estado y dejar de inscribirlos en las parroquias católicas; sólo a fines del siglo XX lograron que sus hijos(as) puedan optar por clases de religión evangélica.
Sólo en el año 1925 se establece constitucionalmente la separación del Estado chileno de la Iglesia Católica, hasta entonces, éramos unos parias del Estado. Sólo en el Gobierno del Presidente Eduardo Frei Ruiz –Tagle se logra un reconocimiento jurídico igualitario para todos los credos e iglesias.
Pero, igualmente, es una comunidad silenciada en la Memoria Oficial de Chile.
Los libros de historia, los museos públicos, las bibliotecas patrimoniales, no hablan de la presencia y aporte del mundo protestante al desarrollo del país, no se mencionan grandes figuras de la historia protestante y evangélica en nuestro país, nada se dice del aporte de las iglesias protestantes a la defensa de la vida e integridad en los tiempos de la dictadura, nada se dice sobre el aporte de instituciones protestantes al funcionamiento de la Vicaría de la Solidaridad y a otras relevantes instituciones de defensa de los derechos humanos como FASIC.
Es una comunidad con una memoria intencionalmente silenciada porque ha sido una comunidad discriminada por sus creencias y su manifestación de la fe.
Entonces, me resulta muy difícil comprender que una comunidad que por tantas décadas fue discriminada, que una Iglesia perseguida y castigada en sus orígenes con Lutero, Calvino y otros fundadores, pueda estar en contra de un aspecto relevante de una Ley que prohíbe la discriminación arbitraria de las personas por parte del Estado y del sector privado, en razón de su orientación sexual.
Una Ley que sólo viene a hacer carne Convenciones Internacionales que nuestro país ha suscrito. Una Ley que sanciona la discriminación arbitraria en razón de las orientaciones sexuales, al igual como sanciona la discriminación arbitraria en razón de la etnia, de la edad, del género, de las ideas políticas, y por cierto de la religión que se profese o creencias que tenga la persona.
Me resulta incomprensible que, justamente representantes de un credo que reconoce y valora la dignidad y derechos de todas las personas y trabaja a favor de la igualdad, equidad, fraternidad y paz social, pueda estar en contra de establecer por Ley la imposibilidad de discriminar arbitrariamente por su orientación sexual a un conjunto de seres humanos, que son tan hijos(as) de Dios y tienen la misma dignidad y capacidad de amar, trabajar y construir país que el resto de nuestra población.
Estar en contra de este aspecto sustantivo de esta Ley sería repetir dolorosos errores y pecados del pasado, que duraron siglos, en que los gobiernos e iglesias consideraron inferiores a las personas de raza negra y a los habitantes originarios de los territorios colonizados, a los cuales llegaron a considerar que no tenían alma y por ende no eran hijos de Dios, incluso justificando la esclavitud o la obligatoriedad de someterse a la religión católica.
Quien ha vivido la discriminación religiosa y sus dramáticos efectos sociales, debiera saber que es injusto un Sistema Jurídico que no consagre de verdad la dignidad y respeto a los derechos de todos(as) sus hijos(as).