Gran conmoción ha causado en EEUU y a nivel mundial la revelación de un masivo espionaje de las comunicaciones telefónicas y digitales de millones de ciudadanos estadounidenses.
Lo primero que se debe afirmar – de manera general – es que la inteligencia es una necesidad estratégica propia de todo Estado moderno y, como tal, indispensable para su seguridad integral. El proceso de transformación de datos en información útil para que los conductores estratégicos y tomadores de decisión puedan adoptar las mejores medidas, requiere de modo indispensable de una inteligencia de la más alta calidad.
El proceso de recolección de datos, así como su posterior análisis y procesamiento, es una tarea de suyo compleja y delicada para el Estado. La adopción de buenas decisiones depende en gran medida del soporte de una información estratégica que permita definir escenarios complejos y conflictivos, anticipar hechos y adelantarse a las acciones de riesgo.
Poner la mirada en las futuras y posibles amenazas es una responsabilidad de primer orden y, en consecuencia, debe estar en manos de organismos especializados, profesionales y ajenos de toda influencia indebida.
El clásico estratega, Tsun Zsu, en el “Arte de la Guerra”, en sus capítulos finales, ya adelantaba que alcanzar posiciones ventajosas frente al enemigo implicaba conocer desde dentro sus decisiones y acciones, lo cual implicaba necesariamente la ejecución de tareas de inteligencia operacional.
Dicho esto, algunas de las preguntas que surgen son: ¿Cuáles son los límites de las acciones de inteligencia? En virtud de la seguridad del Estado, ¿puede la inteligencia intervenir en los espacios privados e íntimos de las personas? ¿Alcanzar el equilibrio entre seguridad estatal y privacidad personal es simplemente una utopía? ¿Es posible conciliar la obligación del Estado de proveer seguridad con el derecho de las personas a no ver afectada su intimidad?
El equilibrio es complejo. Países desarrollados se han visto en el dilema de resolver ambas necesidades con aciertos y desaciertos. Es un camino donde fácilmente se puede traspasar los límites de lo justo y lo correcto.
Se entiende que la seguridad y la inteligencia son tareas prioritarias del Estado y actividades en extremo complejas que, como tal, deben estar sometidas a estrictos controles jurisdiccionales y políticos. Para ello, se han establecido normas de supervisión jurídica y mecanismos de monitoreo radicados especialmente en los Congresos, a fin de que los responsables de estas funciones puedan rendir cuenta de sus actos, omisiones y decisiones. Se ha buscado de este modo asegurar un equilibrio que – como ya dije – es complejo, pero indispensable.
Sin embargo, creo que la labor de inteligencia no solo debe estar sometida a controles jurisdiccionales.
Es posible y debe también existir una primera barrera que evite al máximo toda tentación y/o conducta impropia y, para ello, el control ético debe tener una posición de vanguardia. Sí, con todas sus letras, la ética en la inteligencia es y debe ser una tarea permanente. Esto no es ingenuidad, es una exigencia propia de una seguridad legítima y eficaz.
Ningún control estatal tendrá la capacidad de supervisar cada espacio de decisión y acción estratégica, como sí lo puede hacer una conciencia ética y profesional recta y bien formada.
La inteligencia no sólo es una tarea necesaria para el Estado, sino que también válida socialmente. En este contexto, sus acciones no se conciben como parte de una “guerra sucia” donde todo se permite. Los organismos del Estado, por su carácter público, deben enmarcarse en principios legales y éticos pues están al servicio del ciudadano, aún cuando las organizaciones criminales y terroristas actúen fuera de estos encuadres.
Deslegitimar las acciones de seguridad estratégica puede poner en grave riesgo la estabilidad y el desarrollo de un país. Por su parte, la inteligencia es fuerte y efectiva no sólo por la eficacia de sus análisis y operaciones, sino también porque goza de importantes grados de confianza social y política.
En rigor, el ciudadano debe ver en la inteligencia del Estado una fuente de tranquilidad, no una causa de peligro. Tanto es así que en materia de ética policial, Robert Peel, en el Acta de la Policía Metropolitana de Londres, señalaba: “No olvidar nunca que ganarse el respeto de los ciudadanos y conservarlo significa también asegurarse la cooperación de un público dispuesto a ayudar a la policía a respetar las leyes”. A renglón seguido agregaba: “No olvidar que cuanta mayor cooperación se obtenga de los ciudadanos, menos necesario será el empleo de la fuerza física y del enfrentamiento para conseguir los objetivos de la policía”.
Por lo tanto, no puede haber seguridad sin inteligencia, pero tampoco puede haber buena inteligencia sin un adecuado soporte ético y jurisdiccional. Acciones éticas y estratégicas no son ni pueden ser contradictorias.