Las reiteradas declaraciones y acciones por parte de la derecha chilena en contra del partido comunista y de los sectores más progresistas de la oposición, tales como “el chavismo” que se avecina tras el apoyo del PC, el MAS y la IC a la candidatura de Bachelet; lo “perjudicial” que es para el país la “izquierdización”o “radicalización” de la oposición; que “el PC no ha hecho nunca una contribución positiva en ninguna parte del mundo” y ahora último, la campaña casi inquisidora contra supuestos falsos exonerados políticos, no sólo demuestra que la derecha chilena no ha cambiado en nada su dogmatismo y sustancia fascista, un anticomunismo propio de la guerra fría, sino que demuestra lo lejos que está el oficialismo de ofrecerle al país una democracia madura, diversa, tolerante y soberana.
Más allá de lo ridícula que resulta ser la campaña del terror que la derecha ha levantado (semejante a la imagen de la campaña del Sí donde una máquina demoledora comunista iba directo a atropellar a un bebé), lo que se esconde detrás de todo esto es la clara intención de cerrar filas ante la amenaza de un posible, y casi inevitable, proceso de desmantelamiento de su principal caballito de Troya, la Constitución Política de Chile.
Por eso es que desinforman y atemorizan respecto de supuestas consecuencias nefastas que una Asamblea Constituyente acarrearía en nuestro país, las cuales sólo existen en sus mentes conservadoras.
Es cuestión innegable que hoy existe un ambiente y sentir distinto en nuestro país. Hace unos años era una marginalidad dentro de los sectores progresistas quienes planteaban la necesidad de una asamblea constituyente, hoy se levantan campañas en todo Chile y es debate mediático las posibilidades de cambiar la Constitución.
En un contexto como el actual no es una tarea menor comprender que la derecha criolla partícipe y maquinadora del golpe militar generó un complejo marco legal para mantener el estado de las cosas.
La Constitución de 1980 se asemeja a un gran castillo, casi infranqueable, con “candados” y “guardianes” con vocación anti mayoritaria que dificultan al máximo su reforma y, aún más, su reemplazo.
Efectivamente, en términos formales, para que la Constitución sea reformada bajo sus propias normas (Capítulo XV), se necesita un Mensaje presidencial, o bien, una moción de cualquiera de los miembros del Congreso Nacional.
Sin embargo, los capítulos más importantes (justamente, los que apremia modificar), como las Bases de la Institucionalidad, los Deberes y Derechos Constitucionales (consagrar el derecho a una educación o salud gratuita y de calidad para todos, por ejemplo), el Tribunal Constitucional, y la misma Reforma de la Constitución, requieren de los dos tercios de la cámara de diputados y del senado, es decir, de 80 diputados y 26 senadores, una mayoría imposible dada la composición política conservadora del parlamento que mantiene el sistema binominal.
Por otra parte, si queremos una nueva Constitución y no simplemente reformarla, existiría la posibilidad de que “por dentro” se podría convocar a una Asamblea Constituyente, cuestión que causa polémica dado que la forma “Asamblea Constituyente” no está contemplada en la actual Constitución.
Sin embargo, desde el comando de Michelle Bachelet (particularmente desde la propuesta de F. Atria), se señala que un futuro presidente podría dictar un decreto supremo para convocar, vía plebiscito, a una Asamblea Constituyente, ante el cual debería pronunciarse el TC sólo si es que la mayoría simple de alguna de las dos cámaras lo requiere. Este procedimiento, sin embargo, es susceptible de muchos resquicios y argumentos legales y constitucionales que pueden obrar en su contra.
Las Asambleas Constituyentes que se han impulsado en Latinoamérica (Colombia, Perú, Venezuela, México, Bolivia y Ecuador) no sólo han contado con el respaldo mayoritario de la ciudadanía (más del 80% de aprobación para los casos de Ecuador, Venezuela y Colombia), sino que dicha presión social ha obligado a los Tribunales Constitucionales o Cortes Supremas de dichos países a respaldar dicha demanda, obviamente, todos menos conservadores que el nuestro.
Esto nos ayuda a entender que no basta contar con un presidente y un parlamento mayoritariamente progresista que apoye tal reforma, además, resulta indispensable la construcción de una gran fuerza social y política que demande e impulse una Asamblea Constituyente.
Por todo lo anterior, cuestionar el diseño de la actual Constitución y sus trampas es insuficiente, lo importante es saber qué es lo que protege y en definitiva, qué es lo que se quiere cambiar para avanzar hacia un Chile verdaderamente justo, democrático y soberano.
En este sentido, el proceso de sanación de las heridas que dejó el terrorismo de Estado en Chile, no sólo se resuelve mediante la realización de una Asamblea Constituyente como mero formalismo, sino que requiere que seamos capaces de establecer qué país queremos construir de aquí en adelante.
¿Queremos que todos nuestros derechos estén configurados de forma individualista, al arbitrio de los intereses privados, o queremos que estén consagrados por el Estado como derechos universales, donde éste tenga el deber y la obligación de proveerlo para el pueblo en su conjunto?
¿Queremos una democracia representativa en la cual sólo participemos una vez cada cuatro años mediante un voto? o ¿ queremos una democracia participativa donde además de poder elegir a nuestros representantes sin intervención de las grandes empresas en el financiamiento de campañas, los ciudadanos podamos ejercer un rol activo en la definición de políticas públicas relevantes para el país?
¿Queremos un Estado escuálido, limitado en su capacidad de inversión y desarrollo económico, donde las empresas trasnacionales corran libremente por nuestro país haciendo y deshaciendo con nuestros recursos naturales y nuestras vidas? o ¿queremos un Estado dinámico, propulsor de una economía sustentable y soberana y un desarrollo tecnológico de punta, basado en el respeto y el bienestar del ser humano y su medio ambiente?
¿Queremos un sistema presidencialista donde sólo el ejecutivo tenga la potestad de definir cuánto y cómo se gasta el presupuesto nacional? o ¿queremos un sistema donde diputados y diputadas que sean verdaderamente representantes del pueblo, en conjunto con las organizaciones sociales puedan ser parte de esa definición según las necesidades que el país demanda resolver?
¿Queremos una Constitución que delegue todo el poder en un Tribunal Constitucional que no ha sido elegido directamente por la ciudadanía y que tiene la facultad de decidir sobre temas relevantes que rigen nuestras vidas, desatendiendo el interés de las mayorías? o ¿queremos una Constitución cuyo fundamento sea la voluntad del pueblo?
De mi parte al menos, creo que es hora de avanzar hacia la construcción de un Estado Constitucional de derechos y justicia social, democrático, soberano e independiente de los intereses económicos y políticos de las grandes potencias, unitario, multi e intercultural, plurinacional y laico.
Un Estado donde la soberanía radique en el pueblo, donde los recursos naturales sean patrimonio inalienable, irrenunciable e imprescriptible de todos los chilenos.
Quiero un país democrático, comprometido con la integración latinoamericana, la paz y solidaridad de todos los pueblos. Si no somos capaces de abrir este debate, lo demás pierde sustento.