Recomiendo desconfiar de los políticos que utilizan un lenguaje moralista. El que se erige en juez, busca ponerse por encima de lo que condena, como si él estuviera a salvo del mal y desde la altura hasta la que ha trepado fraudulentamente, tuviera la potestad de separar a los buenos, de los malos.
Es lo que acostumbra a hacer la senadora Matthei, que siempre que puede, se ubica en la postura condenatoria y con un rostro severo, con palabras duras y ofensivas, decreta la inmoralidad de sus adversarios.
Se diría que le encanta actuar en este rol, porque cada cierto tiempo se viste de Savonarola y aparece de nuevo ante las cámaras con su mirada inquisitiva condenando al infierno a sus oponentes. La maniobra pudiera parecer muy eficaz, pero en realidad detrás de ella hay una tremenda ingenuidad que solo le hace daño al sistema político democrático.
En primer lugar, una postura como ésta presupone que las personas se definen políticamente por consideraciones morales, lo que es falso, y que en la medida en que se demuestre que tal grupo o tal persona es un delincuente que ha cometido actos inexcusables, los votantes van a negarle de inmediato sus favores y van a adoptar la posición del que hace la denuncia.
Pero esto choca con presuposiciones que están mucho más asentadas que ésta en la cabeza de los ciudadanos, como, por ejemplo, la de que los políticos no son precisamente un ejemplo de ecuanimidad y menos cuando se trata de juzgar a sus adversarios.
Como esta última idea para el sentido común tiene muchas más posibilidades de ser verdadera, la primera se neutraliza y termina por no tener el efecto esperado por quién se ha erigido en juez. De ahí que la operación solo sirva para exasperar a los más ingenuos entre sus propios partidarios, que se aseguran de este modo que están del buen lado, y que por obra de la senadora nuestra grisácea situación política se ha transformado en una cruzada valórica destinada a salvar al país de la parte oscura de la fuerza.
Por eso, rara vez este tipo de denuncias tiene alguna consecuencia en los votantes.Para que eso ocurriera, la denuncia tendría que ser hecha desde una postura muy equilibrada, muy serena, con gran acopio de datos objetivos, y en los que se agregue la demostración clara que no se trata de una venganza política, ni de una operación en vistas de obtener resultados en la contienda electoral.
Es decir, no puede ser hecha desde el moralismo condenatorio, sino desde la racionalidad, desde el espíritu de justicia, desde la independencia con respecto a intereses partidarios que pudieran afectar el juicio de quien la hace, desde una posición probadamente ecuánime, que no es precisamente la que abunda en nuestro ambiente político actual.
Y es que el moralismo necesariamente conlleva el maniqueísmo. El que condena moralmente divide a los hombres entre buenos y malos, y se ubica a sí mismo entre los primeros, condición indispensable para validar su propio juicio.
Así, un conflicto de intereses e ideas, que es lo propio de la política, se transforma en una batalla moral, en la que obviamente ya no se le pueden reconocer derechos a los adversarios, que se muestran por fin como lo que son, esto es, como una horda de delincuentes dispuestos a destruirlo todo y a imponer el demoníaco reino de la oscuridad, de la deshonestidad, del egoísmo, de la lujuria, etc. etc.
Este tipo de actitud, lo que esconde en realidad es la increencia y la desconfianza en la democracia, uno de cuyos postulados fundamentales es precisamente el reconocimiento de la razón del adversario y, por lo tanto, de su buena fe.
Si hay posiciones contrapuestas en la política, ello se debe a interpretaciones diferentes de la realidad y también a intereses diferentes u opuestos. La democracia exige el reconocimiento general de que los que se enfrentan en el debate político representan posturas legítimas, y, por tanto, ideas que se generalizarán en el caso de que las imponga una mayoría.
Deslegitimando al opositor, lo que hago es negarle validez a sus ideas antes de que éstas sean consideradas por la ciudadanía. Por lo tanto, en el fondo del moralismo se esconde un pensamiento dictatorial, una desconfianza ante los debates ciudadanos. Al pretender transformar al adversario en el representante del mal y del vicio, le abro las puertas a la guerra, no a la paz, al conflicto, no a la concordia.
De ahí que nuestros políticos debieran prohibirse este tipo de actitudes moralistas que lo único que hacen es crispar el ambiente y enredar la discusión. La historia demuestra que nunca las cosas son blancas o negras.
Nos movemos siempre en aguas turbias y todos sabemos que el mal y el bien son de las cosas mejor repartidas en el mundo: siempre ha estado repartido equitativamente entre la izquierda y la derecha. “Dime tu ideal, y yo te diré los crímenes cometidos en su nombre”.
Por eso, es cierto que la senadora Matthei no es la única en tener este tipo de actitudes y que el moralismo también suele aparecer a veces en el campo adversario. Pero es ella la que se ha caracterizado por este tipo de actitudes. Está bien hacer denuncias cuando ello procede, pero hay que hacerlo dentro de un espíritu creíble, democrático, no desde la violencia sectaria.