En amplios sectores de la sociedad chilena se ha ido sedimentando un diagnóstico en torno a la realidad nacional. Si tuviéramos que resumir esas “verdades del tamaño de una catedral”, habría que remitirse a unas pocas palabras: “cambiar la constitución”.
Ello resume muchos de las transformaciones que se reclaman en educación, leyes laborales y tributarias, en fin, en todo lo relativo a Isapres, AFP y voto en el extranjero para no mencionar leyes medioambientales y respeto a las minorías étnicas y sexuales. Es cierto, también están aquellos que celebran el modelo actual como un camino de éxitos en el país.
Ahora bien, una cosa es hacer un diagnóstico medianamente compartido y otra muy distinta es “ponerle el cascabel al gato”.Una cosa es advertir las miserias del presente y otra es proponer una estrategia política capaz de llevar adelante los cambios que Chile requiere sin que esto saque de sus casillas a los “dueños del país” , a los uniformados o alguna potencia extranjera.
Los chilenos ya sabemos de sobra lo que sucede cuando tales antagonistas políticos se sienten amenazados y deciden patear el tablero de la democracia.
Hace cuarenta años, un sector de compatriotas decidió poner término a una democracia que ya no servía a sus privilegios, eliminando físicamente a sus opositores y sumiendo al país en una cruenta dictadura.
Chile vive todavía a la sombra de tan traumática experiencia, todavía son las leyes escritas por mano militar las que prescriben nuestra vida ciudadana. En un sentido figurado, todavía no se apagan las llamas de La Moneda ni el estruendo de las bombas.
La idea de que Chile es una límpida democracia donde las transformaciones profundas se pueden sancionar en las urnas por la voluntad ciudadana de manera transparente es, para decirlo con delicadeza, de una candidez e ingenuidad sin límites. El lado B de la política chilena se parece más a una alcantarilla que a otra cosa. Una mirada tal solo podría arrastrarnos al más profundo escepticismo, acaso al pesimismo.
Sin embargo, no podemos olvidar lo que nos enseña nuestra propia historia: a pesar de la hediondez de las laberínticas cloacas, una ciudadanía movilizada es capaz de hacer oír su voz y avanzar hacia el horizonte que se ha trazado.
Las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias constituyen, apenas, un hito más en el largo y proceloso camino hacia una democracia más plena en nuestro país.
Una democracia en que los ciudadanos decidan qué se hace y qué no se hace con sus impuestos, qué se hace y qué no se hace con sus recursos naturales, qué se hace y qué no se hace con sus ahorros previsionales.
En pocas palabras, una ciudadanía soberana capaz de decidir qué se hace y qué no se hace con su propio país.