¿Será esto nada más? No deja de resultar paradojal, ¿no le parece? En un año que continúan las expresiones del malestar ciudadano con un modelo que nos expropia iniciativa, reflexividad, autonomía. Sí, quizá va por aquí la cosa también.
Abstención porque se constata que en verdad las cosas no cambian demasiado, o más bien, casi nada, si usted vota por éste o por aquél. No es tanto una incomodidad generalizada con la buena política. Si no más bien, con un tipo de uso del poder y de pretensión democrática que, de nuevo oh paradoja, camina en sentido contrario de lo que sus términos enuncian comúnmente: no tenemos política, tenemos política de poder; no tenemos democracia, tenemos más bien, poliarquía.
No somos un pueblo organizado y soberano. Y eso lo resentimos. Nuestra autonomía ciudadana ha sido vendida o cooptada por el espejismo de las ilusiones de los bienes de consumo, de la fama instantánea, de la imagen.
Tenemos un poder elitario que ha expropiado y enajenado la voluntad ciudadana para modelarla a su amaño, bajo la ilusión del progreso monetario. Y esto comenzó hace muchos años.Bajo la fuerza de la represión estatal inmisericorde, fue imponiéndose una privatización generalizada de los bienes públicos, de la ciudad, de la naturaleza, de la misma sociedad, y, como no, de la propia política y de las palabras comunes.
Una política y un Estado privatizado es una contradicción en los términos. Sin embargo, eso es lo que tenemos y los ciudadanos comienzan a entender y a despertar del sueño impuesto desde arriba y después interiorizado a la fuerza en función de la sobrevivencia.
No había tal paraíso prometido; no había ese crecimiento para todos; no había esa buena ciudad para vivir; no había esos barrios seguros para compartir; no habían esos espacios públicos para caminar y conversar; no había ese transporte público realmente público; no había tampoco salud ni educación públicas de calidad y al alcance de todos; no había respeto a la autodeterminación de los pueblos originarios (y ya ve como ha tratado la razón de Estado al pueblo mapuche, con qué justicia y entendimiento),porque de nuevo, aquí lo que importa es la propiedad y los apellidos, pues.
Ni siquiera había esas tarjetas de la Polar que fuesen seguras y a favor del ciudadano de a pié. Tampoco naturaleza compartible que no fuese diezmable por algunos dólares más, y de nuevo la música, a favor del “progreso”, cómo no, digamos del bolsillo de algunos.
¿Al final que tenemos? Un país, una sociedad, unas ciudades parceladas, posteadas, entregadas – legalidad de por medio – al negocio, al capital.
Hasta la delincuencia y el narco son un buen negocio. Y ese es el único criterio evaluativo: si es un buen negocio (las ciudades, la naturaleza, la salud, la educación, las tierras mapuches, el trabajo..) entonces es algo bueno, es decir, éticamente deseable y permisible.
Si el bien y la justicia (o la estética) no son un buen negocio, pues entonces los tendremos en la medida de lo posible no más.
Por lo mismo, la propia política hace rato no es más que otro buen negocio de las elites.
¿Qué pasará el día que deje de serlo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos y es muy positivo es que las mayorías ciudadanas despiertan del largo letargo, y eso nos da esperanza que podremos alcanzar otra convivencia, en otro tipo de país.