El movimiento estudiantil que desde el 2006 y, con más fuerza desde inicios del 2011, paraliza y remece el sistema ocupando centros escolares y universitarios, ha puesto sobre la mesa no sólo la escandalosa desigualdad social, sino que la responsabilidad del propio sistema educativo y sus políticas en consagrar, reproducir y aumentar las inequidades y brechas entre unos y otros.
Se reclama por una educación que no está cumpliendo su promesa de inclusión y movilidad social y, entonces se ha dejado de confiar y creer en sus posibilidades. La educación chilena no es sólo espejo de la grave desigualdad social, sino también una matriz que la incuba, legitima y reproduce.
Detrás de estos legítimos reclamos está la demanda por una educación que trabaje desde y para la justicia social. Es decir, por una enseñanza que forme ciudadanos libres, reflexivos y deliberantes, que no sólo sean capaces de cumplir sus proyectos personales, sin que promuevan y colaboren en la construcción y reconocimiento de sociedades más inclusivas e igualitarias.
Si bien es cierto que la educación por sí sola no puede lograr un cambio social hacia sociedades más justas y sin exclusiones, no lo es menos que sin ella como aliada y protagonista, difícilmente será posible ese tránsito.
El paso por la escuela define la puerta por donde se entra a la sociedad; la educación y sus políticas configuran esa sociedad.
A una educación justa se le exige que logre revertir los actuales determinismos sociales que predicen y definen los resultados y desempeños que alcanzan los estudiantes según las características socioeconómicas y culturales de sus familias.
A una escuela justa se le demanda ser capaz de ofrecer una formación de calidad, igualitaria, que asumiendo las diferencias de sus estudiantes, lo haga en un espacio democrático y desde una perspectiva de derechos humanos.
¿Cómo podemos entonces reconocer una escuela justa? En primer lugar es aquella que pone en el centro de su quehacer el aprendizaje y formación integral de todos sus estudiantes. Que entiende y defiende que es igualmente importante el desarrollo cognitivo, social, afectivo, valórico, ético, artístico o creativo de los niños y los jóvenes.
La que desde ese marco, organiza recursos, procesos y prácticas para ofrecer procesos formativos pertinentes y relevantes para el presente y futuro de sus estudiantes, a través de una trayectoria y experiencia de inclusión igualitaria para todos.
Una escuela justa es de calidad: allí todos aprenden y alcanzan desempeños que les aseguran no sólo acceso al conocimiento, sino que la adquisición de habilidades y competencias para usarlo y contribuir en su construir y reelaboración. Pero ello no basta.
Una escuela justa es ese espacio pedagógico, social y cultural donde se forma ciudadanía, fortalece identidad y se aprende a convivir, a ser y hacer. Lugar que desde la cotidianidad, promueve y permite que ocurra el encuentro de todos y todas; donde los alumnos se reconocen como iguales a partir de sus diferencias. Lugar donde se aprende a aceptar y valorar al otro como un legítimo otro. Donde se estimula y generan las condiciones para una participación plena e igualitaria de los estudiantes en su proceso formativo.
Una escuela justa necesita ser flexible para formar con calidad desde la diversidad.En ella, se trabaja estrechamente con los estudiantes, sus familias y comunidades; desde sus expectativas, intereses, necesidades, particularidades, mundos simbólicos y características culturales.
En una escuela justa, se cree y apuesta por los estudiantes, por todos ellos. Ella se caracteriza por ser promotora y generadora de una cultura de confianza, trabajo en equipo y altas expectativas.
Directivos, profesores, estudiantes y sus familias se reconocen como parte de una comunidad y están orgullosos de serlo.
Sin embargo, esta escuela está lejos de ser la constante en nuestro sistema y lo que está en el debate hoy, es que de no haber cambios estructurales de fondo, ello no será posible.
En efecto, en la base de la demanda y crítica estudiantil, está la mirada mercantil, competitiva e individualista que define y regula la enseñanza y el aprendizaje en nuestro sistema y escuelas.
Perspectiva que prioriza una preparación para el ingreso a mercados de trabajo más complejos y competitivos, por sobre la formación integral de sus ciudadanos.
Una educación que asume la desigualdad que nos atraviesa como un problema de oportunidad y esfuerzo individual y no cómo un problema de ética y de justicia en la sociedad. Esta mirada debilita los vínculos sociales e identitarios que otorgan sentido a un mundo y sueños compartidos en sociedades igualitarias y democráticas. Recuperar los principios de integración y cohesión social propios de la educación, no será tarea fácil, pero sin duda es urgente.
La escuela, desde una educación justa resulta vital para construir y convivir en una sociedad que respete y promueva la participación; que apueste por el colectivo y no por el individuo, que priorice relaciones de reciprocidad y responsabilidad mutua, por encima de la competencia o el mercado.
La pregunta al final del día es si de verdad es eso lo que todos queremos y, más importante aún: qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo. A cuánto de nuestros propios intereses y privilegios estamos dispuestos a renunciar en pro de este bien común mayor.