Sé que mis palabras no son adecuadas en el ambiente político chileno, pues digo cosas que se salen de los criterios que el mundo oficial acepta. Cuando converso estas cosas, muchos de mis auditores ocasionales, amigos generalmente, me recomiendan ser “más políticamente correcto”. Pero, el que nace chicharra muere cantando.
Durante los últimos treinta años algunos hemos venido denunciando la construcción de un sistema de “democracia aparente” en América Latina y en Chile.Alguien ha creído que lo que pretendo es desacreditar la democracia representativa. Nada más ajeno, pues las democracias verdaderas pueden ir desde las menos representativas a las más representativas y participativas, sabiendo que las democracias “directas” y “perfectas” no existen.
El sistema que denuncio es aquel que consiste en dar señales de una democracia (gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo), pero asegurando que el poder se mantenga siempre en las mismas manos y sirviendo los mismos intereses.
Luego de la revolución cubana, desde los Estados Unidos se formuló para América Latina una política “desarrollista” que revistiera la vida social de mecanismos que evitaran un estallido que pusiera en peligro sus intereses y los de sus aliados internos.
Ya un poco antes se miraba con simpatía el modelo optado en Colombia (pacto de alternancia entre conservadores y liberales) ante el fracaso de las dictaduras precedentes, especialmente a la luz de la doctrina de la seguridad nacional, que enseñada desde los años 50 por los militares y políticos de EE.UU. dominó abiertamente el escenario hasta hace poco tiempo.
El diseño destinado a controlar el desarrollo de América Latina considera centralmente la mantención de un sistema democrático, sin espacios para verdaderos cambios de estructura, sustentado en un modelo económico capitalista.
Si las elecciones conducían por caminos distintos y el modelo parecía fracasar, la alternativa fue siempre la imposición de una dictadura militar al servicio de los intereses de la derecha en cada país. Por cierto, las cosas no le han salido siempre bien al buen vecino del Norte.
Ejemplo claro ha sido el fracaso de los mecanismos de esta democracia aparente en Venezuela, donde las cosas se extremaron de tal modo que, finalmente, surgió un caudillo creado, criado y promovido por el modelo, pero que a poco de asumir el mando se izquierdizó de un modo evidente, en el peor modelo de las izquierdas. Y tal como le ha pasado al coloso norteño en Cuba, intentó derrocarlo con pésimos resultados.
El modelo de “democracia aparente” se nutre del descrédito de la política como actividad humana, la corrupción en diversas escalas, la desactivación del poder de las organizaciones sociales intermedias y de los partidos políticos, el control del poder económico y comunicacional en manos de una minoría ideológicamente afín, el desarrollo de una actividad electoral distractiva, limitada e inconducente, sin perjuicio de numerosas campañas laterales de terror, desprestigio.
Cuando en Chile no se pudo imponer el modelo, pese a los intentos de penetración en la democracia cristiana para convertir a ese partido en su agente como proyecto alternativo a la propuesta cubana, no hubo más camino para los dueños del poder que justificar un golpe de estado e instalar una dictadura militar.
De la mano de los mejores teóricos y políticos, la derecha que se instaló en el poder con los militares diseñó un sistema institucional que consolidara el nuevo régimen, revestido de tal manera que a los dirigentes de los partidos que estaban en contra de la dictadura les pareciera lo suficientemente atractivo como para aceptarlo – con ciertos maquillajes necesarios para acomodarse a los discursos meramente teóricos – y hacerlo suyo.
Lo denunciamos en 1985 como “ochentaynuevismo”, la estrategia orientada a aceptar el modelo institucional con un recambio en la conducción administrativa del país. La penetración ideológica en las directivas políticas – mediante cursos de capacitación y posgrados en Estados Unidos y en Alemania especialmente – llevó a las elites de socialistas y demócrata cristianos a aceptar la instalación de la democracia aparente, sin modificar ninguno de los elementos centrales y definitorios de la Constitución, de las leyes económicas y de los estilos de trabajo político.
Poco a poco, el modelo autoritario vigente, en la medida que avanza y tiene éxito la campaña de desprestigio de los partidos y del quehacer político, se ha ido ajustando a la necesidad de generar apariencias democráticas pero desarticulando las posibilidades de que verdaderamente el pueblo participe en las más trascendentales decisiones de modo relevante.
Una columna como ésta no basta para probar mis afirmaciones, así es que probablemente iré refiriéndome a estas “trampas de democratismo” en futuros textos.
Por ahora sólo quiero enunciar que los modelos de militancia, el descrédito organizado de la política, los mecanismos de elección de autoridades, la desorientación organizada del discurso político hacia temas secundarios, los tonos de los discursos dejando en evidencia que no se discute lo sustancial, las estrechas disputas de poder al interior de las “cúpulas” – que antes eran “directivas” – y la auto denominación de “clase política”, de la que se solazan con sensualidad evidente los que mandan, son algunas de las más peligrosas manifestaciones, que ahora se coronan con los más burdos sistemas (voto voluntario y primarias) que intentan decir que de ese modo se atenderá a la opinión popular, cuando en realidad se trata exclusivamente de asegurar que el poder siga en las mismas manos cohonestado por votaciones abiertamente manipuladas y minoritarias.
El democratismo es el arma de los que no creen en la democracia y están dispuestos a luchar porque esos mecanismos se mantengan lo más posible, como la mejor forma de asegurar su poder.
Y cuando eso se acabe, cuando deban enfrentarse a un pueblo cansado de la manipulación, entonces… que Dios nos pille confesados.