Adolfo Couve es un escritor chileno leído mal y poco, sin embargo es una de las joyas de nuestra prosa.Poseía un impresionante don como pintor, con el cual podría haber logrado fama internacional sin mayor esfuerzo, pero resolvió ser escritor postergando su carrera plástica.
Cultivó en sus primeras obras reconocidas (Alamiro, En los desordenes de Junio o El tren de Cuerda) un camino largo, consiguiendo un prestigio a punta de obsesivos años de correcciones en pos del párrafo perfecto y el tema universal.
Muchas veces le dijo a sus cercanos que su sueño era atender la época de oro de la prosa gala, extendida desde la Revolución Francesa hasta Émile Zola, para asimilarla mediante Merimée, Renand y Flaubert, pasarla por la experiencia de los miles de inmigrantes francos, con el objeto final de devolver todo ello a esa cultura, a esa fuente.
Cuando la mayoría de la literatura sudamericana se obsesionó por ser “mágica”, social y política, Adolfo, tildado de anacrónico, se tuvo que ir de Chile dos veces: en el primer éxodo se fue a vivir al realismo y en el segundo al balneario derruido de Cartagena en 1983.
Su alejamiento a la desolada playa consolidó una prosa nítida y formal como la que exigió la revolución de 1789, el imperio y esa burguesía gala aprovechadora del siglo XIX, tal cual él apuntaba.
La vida ermitaña evolucionó su derrotero y en los años 90 consiguió arribar, en tono de burla, por fin a un tema universal en “La Comedia del Arte” y su continuación “Cuando pienso en mi falta de cabeza”.
En esta última etapa, Couve ofrece, con Cartagena de fondo, un triángulo amoroso absurdo entre un pintor llamado Camondo (ironía a Macondo) su modelo y un fotógrafo rasca que se la “levanta”. Buscaba con esa parodia exponer el tema clásico de la belleza y su representación mimética.
Según el escritor, esa utopía estaba condenada al fracaso, mientras, según su visión, la fotografía y el cine arrinconaron a la pintura durante el siglo XX, mediante una lastimosa modernización cultural.
Para Couve la belleza habitaba donde se supone no está. No vive ni en las revistas glamorosas, las bronceadas (os) o la publicidad, pero sí en los lugares desvencijados como Cartagena o en el Llay Llay pedestre anterior a 1950, tiempo en que se inicia su obra La Lección de Pintura.
Para Couve, ésta fue una novela en que volcó su interés por el neoclasicismo para conseguir el contorno perfecto de sus personajes. “Yo quería trabajar el dibujo, es mi dibujo La Lección de Pintura”, solía decir.
La versión cinematográfica de esta obra, estrenada recientemente, dista demasiado del ADN artístico del escritor y puede llevar a la náusea a cualquier admirador de su trabajo. Es cómo oír a Erik Satie por un orfeón de carabineros.
El desastre no radica en una mala dirección de fotografía o bajas actuaciones, tampoco se trata acá de negar la libertad a un director. Sin embargo, hay libros tan bien concebidos que torcerlos es un despropósito.
Cuando años atrás supe que Peter Jackson, famoso por su cine grotesco, llevaría a la pantalla la pulcra obra de Tolkien temblé. Sin embargo, fue sabio, respetó la estética, la historia y a los millones de lectores, pues El Señor de los Anillos es una novela perfecta.
La aberración para con La Lección de Pintura reside, precisamente, en haber encorvado la esencia de su universo, para de manera burda situarla forzosamente entre el 60 y el 73 de nuestra historia política.
La parte más noble y reflexiva de la novela, de colosales y desaprovechadas posibilidades cinematográficas, se sitúa en la Viña del Mar anterior a los 50 cuando el niño prodigio es enviado a tomar clases de pintura a la Escuela de Bellas Artes, situada en el Palacio Vergara.
En esa ciudad, que empieza mostrar sus primeras decadencias, conoce a personajes fundamentales para esbozar la tesis del autor, sobre el destino espinoso de todo artista nacido como tal.
En lugar de ello, el director opta por adornarla con trillados estereotipos relativos a la UP, para dar paso a un desenlace bochornoso en que los militares golpistas raptan al niño genio, cuando éste toma el tren a Santiago rumbo a una formación académica “revolucionaria”.
La película culmina con una escena a 40 años del golpe, donde se encuentra una pintura del niño en el persa Bío- Bío, como interrogante-desenlace tras el plagio.
¡Sólo faltó el mal gusto, digno de teleserie chilena, de sugerir que ese niño genio raptado en Llay Llay sería hoy Marco Enríquez-Ominami!
Esta obsesión política es otra prueba de estar condenados, como factoría colonial, a no poder tocar temas universales del arte sin los estereotipos fáciles que venden en Europa: Neruda, pobreza y revolución.
El filme no ficha para ser presentado como una película basada en la novela. Me pregunto, cómo fue posible que los guardianes del legado de Couve permitieran un atropello a toda la fe y doctrina del escritor.
Salí del cine con la certeza de la venganza del séptimo arte contra el pintor. Me consuelo, sintiendo en el alma que ni el autor ni su querido perro “Moro”, compañero cotidiano suyo en la caminata por la playa, habrían aprobado este pésimo experimento.