15 dic 2011

Sobre el valor de las encuestas

¿Cuánto saben realmente las personas que son encuestadas de aquello que les preguntan?

¿Contestan sobre ciertas cosas sin saber de qué se trata? ¿Tienden a responder según lo que creen que es “el pensamiento correcto” de ese momento?

Estas son algunas de las preguntas que es válido plantearse cada vez que se da a conocer un sondeo de opinión, que por lo general la TV y los diarios difunden como si fuera un veredicto inapelable sobre el sentir de la sociedad.

Pocas personas echan una mirada a la ficha técnica de la encuesta, en la que se indica el número de consultados, cuántos días duró la recopilación de datos, si fue hecha sólo en Santiago o en varias regiones, si los que respondieron fueron entrevistados cara a cara o consultados por teléfono, cuál es el margen de error, etc. Y todo eso es muy relevante.

Surgen justificadas dudas respecto del rigor con que se realizan algunos sondeos, pero ello no es parte del debate público.

Ni siquiera los expertos se atreven a opinar, para no herir la susceptibilidad de los colegas que hicieron una determinada encuesta; además, no desean enemistarse con las empresas o entidades que la patrocinaron.

En el caso de los líderes políticos o sociales, todos se mueven con pies de plomo. Quienes aparecen bien evaluados se quedan tranquilos y agradecidos por supuesto, y quienes salen mal parados prefieren guardar silencio para que nadie diga que respiran por la herida.

Necesitamos juzgar los estándares de calidad de las encuestas. También en este terreno hay que exigir rigor y transparencia.

Giovanni Sartori advierte que “las respuestas dependen ampliamente del modo en que se formulan las preguntas (y, por tanto, de quién las formula), y que, frecuentemente, el que responde se siente forzado a dar una respuesta improvisada en aquel momento. ¿Es eso lo que piensa la gente? Quien afirma esto no dice la verdad. De hecho, la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos es: a) débil (no expresa opiniones intensas, es decir, sentidas profundamente); b) volátil (puede cambiar en pocos días); c) inventada en ese momento para decir algo (si se responde ‘no sé’ se puede quedar mal ante los demás); y sobre todo d) produce un efecto reflectante, un rebote de lo que sostienen los medios de comunicación”. (Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, 1997).

Nadie discute que las encuestas constituyen un instrumento útil de medición de la temperatura social, y que pueden aportar datos valiosos sobre diversos asuntos, entre ellos las políticas públicas.

Pero hay que plantear necesarias reservas respecto de la trascendencia que suele darse a sus resultados.

Por ejemplo, algunos periodistas analizan a veces la aprobación o desaprobación de una fuerza política en un cierto período como si ello fuera equivalente a la intención de voto. Y no es así.

Alguien puede criticar a un determinado bloque por las más variadas razones y, pese a ello, estar dispuesto a votar por sus representantes en la próxima elección.

Como sabemos, los gobernantes suelen estar muy pendientes de las encuestas, lo cual no tiene nada de reprochable. El problema surge cuando empiezan a tomar decisiones en función de sus resultados, dejándose llevar por la corriente.

Los líderes de verdad, en cambio, no temen desafiar a las encuestas si consideran que ello es necesario para sostener sus convicciones sobre el interés colectivo.

Guillermo Cumsille y Hugo Rivas, especialistas chilenos sobre estudios de opinión, plantearon en el 2° congreso latinoamericano de la World Association for Public Opinion Research, realizado en Lima en 2009, que la publicación de los estudios de opinión en los medios de comunicación genera hechos de consecuencias sociales, culturales o políticas, y que existen suficientes ejemplos de la gravitación de las encuestas en el surgimiento de liderazgos y la generación de hechos políticos.

El problema, sostienen, es que “cuando ellas son realizadas deficientemente y/o publicadas con algún tipo de sesgo, distorsionan la información que se entrega, comprometiendo la fe pública, lo que constituye un abuso y fuente de confusión.”

Se dice que las encuestas son una fotografía de la realidad. Pues bien, se trata de que la fotografía no salga distorsionada por las deficiencias de la máquina, el ángulo dudoso o la incompetencia del fotógrafo.

No es lo mismo un sondeo basado en entrevistas directas a 1.500 consultados, que un sondeo telefónico de 450 personas, con el agravante de que este sólo considera a quienes tienen teléfono fijo.

No es lo mismo un sondeo con preguntas que inducen a contestar de un cierto modo, que otro que trata de evitar cualquier sesgo.

La responsabilidad de los medios de comunicación es muy alta en este campo, como en tantos otros. Si se inhiben respecto de la calificación de la calidad de las encuestas y asumen una actitud acrítica, no contribuyen precisamente al fortalecimiento de los hábitos democráticos.

Por todo esto es que los ciudadanos deben estar alertas y no dejarse engañar por las apariencias.

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