“¿Para qué las humanidades hoy?” es una pregunta que desde hace tiempo ronda silenciosamente a nuestra sociedad en tránsito hacia la “meta” del desarrollo.
Silenciosa, puesto que pocos la han puesto en el debate público y menos aún los que han dado alguna respuesta.
Y, lo que es peor, casi ninguno de ellos ha venido desde o bien ha influido en el mundo político, aquel espacio en que se deciden las políticas públicas que buscan el mejoramiento de la calidad de vida, así como de la educación, pilar fundamental del estándar de desarrollo que se intenta alcanzar.
Estándar que, según se infiere del grueso de las políticas educacionales de las últimas dos décadas, pareciera poder prescindir de la importancia de las humanidades.
“¿Para qué las humanidades?” y no “¿por qué las humanidades?”
Ésta, creo, debe ser la pregunta que hay que colocar sobre el tapete.
“Para qué”, ya que en el actual modelo social, incluido el educacional, las áreas del aprendizaje han sido cosificadas mercantilmente: se las valora según la utilidad que ellas proporcionen.
Responder de acuerdo al “por qué” sería un ejercicio más justo con las humanidades, en cuanto las valoraríamos por lo que son, no por su utilidad.
Sin embargo, sería una estrategia retórica errada si queremos llamar la atención de los miembros de la sociedad actual no ligada al mundo académico.
La pregunta “para qué”, entonces, es pertinente en un mundo tecnológico que, de a poco y progresivamente, pretende prescindir de las humanidades.
En una época en que, como ninguna otra, la técnica ha permitido dominar casi por completo nuestro mundo; donde nuestra cotidianeidad se sustenta y está controlada por la computación, las humanidades, entendidas como ese grupo de disciplinas que se abocan a la subjetividad humana, se hacen cada vez más necesarias en medio de una sociedad que se rige mediante postulados científicos cuantificables y verificables.
Las humanidades nos recuerdan con urgencia que los patrones objetivos y las conquistas del mundo material no pueden prescindir de las emociones de los hombres que protagonizan esas conquistas y ese dinamismo material y objetivo.
Las humanidades, al reflexionar sobre los sentidos del mundo objetivo, nos hacen posible entender los “para qué” de los logros de la técnica y de las comunicaciones que a todos nos acercan.
Sin ellas, sin humanidades, la cercanía entre los hombres puede transformarse en el infierno “A puerta cerrada” de Sartre, como me recuerda mi amigo y maestro Roberto Hozven cuando le planteo la pregunta.
Humanidades para que todo ciudadano, en especial aquel que ejerce el poder, aborde los problemas sociales e individuales no solo como algo cuantificable/material sino que también cualitativo/espiritual.
“La indigencia humanística”, dice Grínor Rojo, “de parte de aquellos que conducen la vida pública chilena no parece constituir un obstáculo sino un plus”.
Un poco de humanidades, solo un atisbo, permitiría a aquellos guías políticos, empresariales, sociales, estudiantiles e incluso –paradójicamente- culturales, comprender que el progreso logrado mediante lo cuantificable jamás ha sido un progreso real, es decir, un progreso integral en donde el sujeto pueda satisfacer su interioridad y no solo la exterioridad que ha menospreciado las inquietudes interiores del sujeto.
Un multifacético economista liberal (“nada más alejado del humanista”, argüirían muchos), el mexicano Daniel Cosío Villegas, lo planteó de modo certero:
“Para mí, no son ésas [las normas y estadísticas socioeconómicos] las medidas del progreso o, al menos, del progreso en que pienso: no el simplemente material o económico, y ni siquiera el que se llama social, sino el humano en general. Y no creo que haya otro metro para medir ese tipo de progreso que el grado en el cual los hombres conviven entre sí”.
Un poco de humanidades, entonces, enfatizarían un hecho obvio, pero que de tan obvio ha sido desplazado, olvidado y descuidado (“¿si es tan obvio, pues, para qué, ah?”): a pesar de lo cerca que estamos de computarizar y robotizar las emociones, sigue siendo el ser humano el artífice, causante, depositario y receptor de toda la técnica.
No hay técnica sin el ser humano. Y no hay ser humano que se reconozca como tal sin la conciencia de que hay un otro como él.
No podemos eludir la autocrítica.
Es probable que gran parte de las ideas que provienen de las humanidades, por el carácter de nuestra época tecnológica, estadística y especializada, estén obsoletas y poca sea su injerencia en la conciencia de los individuos que conforman nuestra sociedad.
Sin embargo, es el mismo ejercicio de las humanidades el que nos recuerda que para que tengamos un presente existió un pasado.
Pasado del cual aprender (mediante la historia, la filosofía, la literatura, el arte y la educación, el área donde más se hacen patentes las relaciones intersubjetivas y humanas en su ejercicio diario a lo largo de escuelas, institutos y universidades), para no repetir contra nosotros mismos los errores y horrores que el presente, la primacía de lo inmediato, suele empujar al olvido.
No todo es estadística, ni existe estadística científica sin el hombre.
La urgencia es recordar que para que el hombre tenga un presente, tuvo alguna vez un pasado así como tendrá un futuro, el cual podrá afrontar con optimismo y responsable cautela solo mediante el ejercicio imprescindible de las humanidades.