Se me hace difícil escribir artículos últimamente, no tengo el prurito que tienen otros que los evacuan como oficinista que despacha cien memos al día, lo que es proporcional a la calidad de los mismos, tan desechables como el papel que los soporta, literalmente.
Es que mi perplejidad cotidiana ha cedido paso a una cuasi desidia digna de los mesalianos, aquella abúlica secta que jalonaba los caminos de medio oriente, hace casi mil años, sin nada que decir, ni hacer, dedicados a una aletargada introspección colectiva.
Con la diferencia de que hoy, hacer este ejercicio de retiro espiritual es caro, mal visto y peligrosísimo, dado el estado macabro de abandono de nuestras rutas concesionadas, la iluminación personal acabaría brutalmente con el choque de un adormecido camión o con un cretino borracho arriba de una 4×4, o, pero aún, con el infaltable infeliz -tipo Antares de la Luz -que introduce una sustancia alucinógena de ignoto origen y espantosas consecuencias. Mal.
Eso sí, mi deliberada negligencia no es un ocioso mirar el techo y dejar tu mente-en-blanco (otro lujo contemporáneo), me pareció al principio un efecto más de la canícula de febrero, una vanidosa resistencia literaria a repetirme en mis diatribas, una resignación rencorosa a un imaginario rechazo de lectores… imaginarios, la convicción de que escribir es finalmente uno de tantos inútiles ejercicios para eludir el tedio de meramente ser un homo faber, al menos para intelectuales pequeños burgueses, como lo que uno es visto por sus así llamados pares.
Barajé estas y otras ideas entre somnoliento e insomne, ese interregno lleno de tensión que no me abandona desde hace meses.
Recordé el ejemplo de otros ilustres silenciosos, como el del secreto Anton Webern, el irónico Duchamp o el analítico Mallarmé, gestos que me han consolado cuando antes he pasado por estas rachas de distancia con ese universo murmurante, la página en blanco. En mis mocedades escribí incluso una tesis sobre el silencio, bastante buena y ninguneada por, claro está, mis así llamados pares. Algún día, si le parece al paciente lector, hablaré sobre ella.
Entonces, casi inadvertidamente di con la respuesta. Dijo Miles Davis que el silencio es un ruido muy fuerte. Y muchas pueden ser sus lecturas. El silencio también es un arma.
Se calla por impotencia, por negligencia, se calla por rencor, pero también se calla como prueba de sabiduría ante la verborrea generosa de sandeces de este mundo.
Se calla para que el otro descubra el vacío gestado por el simulacro, el único de sus subproductos una vez pasada la sensación de sus pirotecnias varias, efectos especiales a los que tan acostumbrados nos tiene el imperio neoliberal.
Tantas palabras, tantos argumentos claros y distintos se han estrellado contra la parlanchina sordera de Numancia de los cultores y propagandistas del neocapital, expertos en la mueca despectiva, el power point plagiado y la cita fuera de contexto.
Ellos parecen monopolizar un discurso plagado de lugares comunes, machismo caucásico y tics fonéticos graciosos porque nosotros se lo permitimos, por eso la imagen falsa de la realidad que erigen con sus grandilocuentes oratorias se sigue convirtiendo en el pan y sustento ciudadano.
Hay que comenzar a hacerlos callar con fuerza y determinación, con tenacidad, pero no la del lemming que se arroja con fatal precisión a la nada o la del carnero que todos los días se estrella inútilmente contra la cerca.
Quizás no haga falta la violencia esta vez, sino algo parecido a lo que hizo Morton Feldman, cuando se le preguntó en una ocasión por qué no se radicaba en Alemania, lugar en el que se hallaba ofreciendo un concierto, y en el que su música era más celebrada que en sus natal Estados Unidos.
Se cuenta que el extraordinario compositor judío se detuvo, apuntando al suelo y dijo, “Shhh, ¿pueden oírlos? ¡Los muertos siguen gritando bajo el pavimento!”
Este silencio no es como el servil del gañán que agacha la cabeza y estruja su chupalla, resignado, tampoco el silencio del que barre la mugre bajo la alfombra del ministerio, sino el que se erige como un muro que detiene en seco la concesionada carretera del chapucero capital, lustrosa carpeta llena de baches que sólo quiere disfrazar de progreso irresistible años de crímenes contra la humanidad, postergación de los que saben a favor de amigos y parientes, pobreza y estigmatización, políticas de shock, todas cuidadosamente planeadas y que nunca, jamás han sentido interés en escuchar tu opinión.
Léase al visionario francés Loïc Wacquant, quien se ha atrevido a corregir al mismo Foucault para denunciar la última estrategia de los genios del mercado: la marginalización de los pobres no es simple castigo, es espectáculo, un reality show aleccionador, para así lucrar con su terror en las mentes asustadas de los ciudadanos, creando una realidad en base al miedo.
Un infierno a la vista de todos, donde tu deber, no tu derecho, es trabajar y trabajar y donde sólo podrás respirar y comer si usas nuestra cómoda ficha de pulpería rectangular, de lo contrario ahí están esos seres desolados, violentos y amorales que pueblan los noticieros en horario estelar.
Los únicos criminales, dicen, sin cuya existencia nosotros, los buenos, los que sabemos hacer las cosas, no podríamos existir.
No, nuestro silencio debe ser nuevo, creativo, ruidoso y colectivo, debe negar el discurso oficial y su manera de ver el mundo.Es hora de un nuevo símbolo, un nuevo lenguaje, un nuevo discurso.
Nuestros estudiantes levantan sus alegres y multitudinarias bases, como las impresionantes barricadas ucranianas.
¿Qué haremos los demás? ¿Levantar nuestra casa sobre ellas con un canto jubiloso?¿O limpiar cabizbajos sus restos ante la mirada fiera de nuestros novelescos directores?