Con ocasión de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer resultan comunes los homenajes más bien complacientes respecto a los avances en la situación de las mujeres, entremezclados con discursos en que se idealiza a las mujeres como madres y esposas y en que se ensalzan los valores “femeninos” asociados a la entrega y a la abnegación, para lo cual se apela incluso a la biología.
En general, no se reflexiona respecto al intenso entrenamiento al que nos vemos sometidas las mujeres desde niñas para convertirnos en lo que somos, mujeres. Ya Simone de Beauvoir lo describía infinitamente mejor: “Uno no nace mujer, sino que se hace”.
Hemos sido modeladas, cual arcilla, en desarrollar roles más bien expresivos; es decir, más orientados a las relaciones interpersonales, que se expresan en talentos ligados a la crianza, al cuidado de los otros (as) y a la entrega de los afectos.
A diferencia de la enseñanza que reciben los hombres, se nos ha educado poco en la afirmación del propio yo, en enfocarnos en metas, en perseguir la autorrealización y en el desarrollo de la autonomía.
En este nuevo 8 de marzo bien vale la reflexión respecto a que independientemente de nuestro estrato socioeconómico, de nuestra edad, de nuestro nivel educacional o de si vivimos en Puente Alto, Las Condes, Caldera o Puerto Montt, pareciera que existe algo que unifica nuestra situación como mujeres.
Poseemos experiencias, intereses y valores que nos son comunes, producto de una misma socialización y de desempeñar un rol social subordinado.Este se traduce en trabajo gratuito para los integrantes de la familia, sin horario (parece que no se acaba nunca) y sin valoración social. Si de explotación económica se trata, las mujeres tenemos bastante que decir a lo largo de la historia.
Desde niñas somos educadas en este modelo de madre esposa y cuidadora de otros (as), incluso para quienes nos hemos incorporado al mercado laboral. Basta echar un vistazo a cualquier tienda de juguetes o los cuentos infantiles, que refuerzan esta relación entre la aventura, la toma de decisiones, el mundo exterior y lo masculino. Y, en sentido contrario, la maternidad, el mundo doméstico, el de la apariencia, belleza y lo femenino.
En este modelo, las niñas desde edades tempranas reciben muñecas para que, a través del juego, simulen ser madres, de manera que no se les olvide según la normatividad sociocultural vigente que ése es su destino.
Así también se las educa en la obediencia, en la sumisión, y en establecer relaciones de subordinación respecto al varón, por ejemplo, a través de la dependencia afectiva. De esta manera, coartamos la libertad de las niñas de elegir sobre cómo quieren que sea su vida.
Y, así también moldeamos a los niños. Por ejemplo, les negamos a ellos juguetes vinculados a las tareas domésticas debido al terror que provoca en nuestra sociedad poner en riesgo la masculinidad en desarrollo, pero no se cuestiona, por el contrario, regalarles juguetes que estimulan la violencia.
La socialización no acaba nunca y los medios de comunicación y la publicidad refuerzan esos modelos tradicionales.
Es posible ver, por ejemplo en la TV, a un científico (hombre) de bata blanca que se dirige a las mujeres para convencerlas del mérito de un producto de limpieza, o bien se muestra una reunión de mujeres en que el tema central de conversación es compartir información “valiosa” sobre cuáles son las bondades de tal o cual producto.
Por otra parte, somos testigos de cómo los paneles de conversación y análisis sobre la contingencia política o económica están compuestos exclusivamente por hombres, a diferencia de los programas de farándula en que sobreexponen a las mujeres, más coherente con la idea de mujer-objeto, de la eterna juventud como valor intrínseco a lo femenino y con exhibir modelos de belleza que no corresponden a la realidad.
En general, a las mujeres se nos educa para postergar nuestras propias necesidades en favor de la familia a través de una verdadera ideología del amor que se llega a convertir en una trampa para la explotación. Esto, sin cuestionamientos de ningún tipo, como si fuera parte de nuestra naturaleza, como una verdadera marca de nacimiento.
Y es así como se obtiene el consentimiento de las mujeres, a través de sublimar el acto de entrega hacia la familia.Como consecuencia, las mujeres actuales corremos todo el día, hacemos verdaderos malabares con el tiempo para cumplir las tareas asignadas, sumadas a aquellas vinculadas al trabajo productivo.
La doble o triple jornada se traduce en menor tiempo para la recreación y el ocio y la mayor prevalencia en problemas de salud y factores de riesgo como sedentarismo, obesidad, síntomas depresivos, etc.
Aprovechemos esta conmemoración del 8 de marzo para comprender y tomar conciencia de que como mujeres tenemos más experiencias, necesidades y expectativas que nos unen que las que nos separan.
Ese “algo” nos refuerza durante toda la vida que hombres y mujeres somos diferentes por naturaleza, como estrategia para evitar que se modifique la tradición de separar el mundo en dos, uno masculino jerárquicamente superior, más valorado socialmente que lo femenino.
Si queremos disminuir la brecha entre hombres y mujeres se requiere en primer lugar que nos veamos reflejadas en otra mujer; que reconozcamos que formamos parte de un colectivo que vive siempre con el riesgo latente de ser objeto de discriminación tanto en el ámbito público como privado.