Hace 30 años, un día como hoy 23 de agosto, en un extraño día de verano en Roma nació mi amado hijo, Manuel Francisco. Ese día nublado, devino en lluvia tormentosa con truenos y relámpagos. La noche anterior partí al hospital San Giacomo, en plena Vía del Corso y muy cerca de la Plaza del Pueblo para tener a mi primer hijo, ya sabía que era hombre. En ese tiempo las ecografías que me entregaba el sistema público de salud italiano eran como se entregarían muchos años después en Chile: con fotos detalladas, con datos del largo del fémur, ancho del tórax, largo de piernas, todo muy avanzado.
Esperé horas por el nacimiento de mi hijo y ¡no pasaba nada! No había dilatación, y con las horas vino el dolor insoportable. Afuera de la sala de parto Manuel y mi mamá recibieron la noticia de que la espera sería larga, que mejor se fueran, que los llamarían.
En la sala de parto no había cabida para padres expectantes, menos para abuelas ansiosas.En esa soledad él apuró su llegada y aumentó mi sufrimiento ¡ayuda! gritaba en un pasillo al lado del quirófano a la espera de una firma que autorizara la cesárea. Llegó mi niño, con complicaciones.
Años después vi el test de Apgar y como al momento de nacer sólo un punto daba cuenta de su pequeña vida. Cuando salí de la anestesia el viento hacía azotar la celosía y los truenos sonaban, no estaba bien, a mi lado una madre lloraba, tenía una rosa azul amarrada a un extremo de la cama, igual a la mía. Significaba que había nacido un niño, el de ella había fallecido de inmediato.Lloraba, lloraba, lloraba.El mío fallecería 20 años después, exactamente 20 años, seis meses y doce días después. Desde entonces lloro, lloro mucho.
Yo no pude ir a abrazar a mi niño de inmediato, varias mangueras conectadas a mi brazo lo impedían. Cuando pude hacerlo vi a un niño fuerte, decidido, reclamando por lo suyo.
Era mi Manuelito, mi amado niño. Trajo una inmensa “marraqueta” bajo su brazo: la noticia de que él, yo y su papá, Manuel Bustos Huerta, dirigente sindical desterrado de su patria, el hombre más inteligente que yo haya conocido en mi tránsito por la vida (y puchas que he estado en varios lugares) podíamos regresar a Chile. El exilio quedaría atrás.
Nos subimos a un avión su abuela, él y yo. Manuel retornaría días después. En el aeropuerto mi bebé hermoso lloraba y lloraba, no sabía qué hacer para calmarlo: alivianar su ropa, darle “agüita de yerbas en un patito”, suficiente para que una pasajera argentina supiera decirme ¡chilena!, y apuesto que lleva un “pilucho” me dijo.Y, sí, mi mamá cuando viajó para acompañarme en las últimas semanas de espera llevó piluchos y un patito. Así fueron los primeros días del hombre que más he amado en mi vida, mi hijo.
En Chile sus días fueron como la de la mayoría de los niños: regaloneado, querido (era el primer nieto y sobrino por mi lado). Llenaba nuestras vidas. Fue al jardín, al colegio, creció, tuvo amigos. Todo giraba en torno a él. Años más tarde fui madre nuevamente, esta vez fue una niña.Tuvo algo de mágico, supe de inmediato que sería madre y que esta vez sería mujer. Llegó mi princesa Myriam Andrea, futura colega, bella e inteligente niña de 21 años.
Nunca supe por qué pero la forma de relacionarme con ambos fue tan diferente.Con Manuelito cada resfrío, cada caída, cada tropezón significaban para mí una angustia y agonía indescriptible, pareciera que siempre supe o temí perderlo.¡Cómo te amaba y te cuidaba hijo!
No fui por supuesto una madre perfecta, ni siquiera lo intenté porque eso está fuera de mis posibilidades, pero trabajé por ser buena, por cuidarte, por guiarte, por ayudarte.
Cuando murió Manuel, siendo ya diputado (lo fue sólo un año y medio, una ley lleva su nombre y donaba casi toda su dieta) viviste la etapa de la inseguridad, del miedo a no poder seguir en el colegio, perder nuestra casa, pero pasaste rápidamente a la pro actividad y buscaste cómo aportar, a trabajar y estudiar.
Cariño no puedo evitar imaginar en qué podrías estar ahora. ¿Estarías viviendo junto a mí todavía como me lo anunciaste un día? ¿Trabajando en algún organismo internacional o una ONG ayudando a los más pobres del mundo? ¿Acaso sería una dichosa abuela?
Te recuerdo en las misas en memoria de tu padre, hablando desde el altar dando las gracias a amigos y amigas por acompañarnos; te recuerdo enrostrando a quienes usaban el nombre e historia de tu padre para hacer un discurso y hacer lo inverso; denunciando el abandono de los trabajadores, te recuerdo haciendo un duro discurso contra los satisfechos, te recuerdo tan amigo de tus amigos, te recuerdo como hermano amoroso, tierno con nuestra Andy, como nieto amoroso, ¡te recuerdo tanto hijo!
Debo contarte que mis lágrimas son distintas por tí. Mucho me ha tocado llorar, pero cuándo son por tí son diversas, huelen distinto, marcan más mi rostro. Recuerdo que tras tu fallecimiento alguien me regaló un libro de una periodista mediante el cual se pretende enseñar a superar el dolor, la pena y yo no quiero. No quiero dejar de sentir como mi corazón, mi vientre, mi cabeza se contraen de dolor. Quiero con ese dolor seguir caminando hasta que Dios lo quiera, trabajando en la más hermosa tarea que me haya sido asignada, la de ser madre.
Madre doliente, pero también madre orgullosa, aguerrida para defender, ayudar, proteger a tu linda hermana.
Estos días he leído una frases de padres que también tuvieron la pena de perder a sus hijos. Fernando Castillo Velasco quien decía que su hijo “Javier estará muerto el día de mi muerte” y del poeta Cristián Warken a propósito del fallecimiento de su pequeño hijo Clemente quien recuerda un pasaje de El Principito “es tan misterioso el país de la lágrimas”.
Cariño mío, vivo en el país de las lágrimas, quizás quienes me ven en el trabajo o en acciones políticas como la Asamblea Constituyente y la DC les resulte difícil creerlo, pero es mi realidad.
Cada día paso por algún lugar que recorriste, o siento tu aroma, o visualizo fugazmente cruzando una calle un cuerpo de un joven, parecido a ti: moreno, delgado, duro, fuerte, de manos bellas.
Y de nuevo, en esta fecha, se me vuelve a hacer patente una frase que me acompaña desde hace tanto tiempo: quien ha llorado mucho tiene ojos más claros para escrutar las estrellas y ojos más profundos para las cosas de todos los días. Al menos eso intento, cariño mío.