La semana pasada se llevó a efecto en Santiago de Chile un Congreso Internacional de Pastoralistas penitenciarios, en donde se debatió por cinco días consecutivos, temas atingentes a la rehabilitación de quienes cometen delitos, el hacinamiento carcelario y sobre las alternativas a la privación de libertad.
Concluyeron los congresistas, luego de mucho diálogo y exposiciones de gran factura intelectual, que la privación de libertad en los términos que hoy se lleva a cabo está fuera de contexto y totalmente obsoleta.
Personalmente no soy abolicionista, ya que considero que en algunos casos puntuales y precisos, la privación de libertad puede ser una alternativa, siempre y cuando se determinen tiempos breves de internación, de manera de aprovechar ese período para continuar luego con un programa de inserción social en la comunidad.
Considerando los graves daños, que son de conocimiento público, que genera la cárcel en la persona, no puedo entender por qué aún se insiste, por parte del Ejecutivo en levantar centros penitenciarios, sea con recursos del Estado o concesionados.
A mayor abundamiento, si tomamos en cuenta que el costo mensual por persona a rehabilitar en libertad versus en la cárcel, es de un tercio y con resultados extremadamente superiores y por otra, si en la compra de terrenos a particulares para construir nuevos recintos, ha habido aprovechamiento, son sólidos argumentos a favor de no considerar este medio como el único recurso.
En la actualidad una de las complicaciones fundamentales y muy graves, que afecta al individuo preso, hombre o mujer, es la deshumanización y la despersonalización, que atenta específicamente contra la voluntad de las personas, sus emociones y sus afectos.
Este punto poco analizado y estudiado hace que al salir de la cárcel estén menos dotados que cuando ingresaron, creando en ellos un estilo de vida confrontacional, castigador, intolerante y violento, con consecuencias nefastas para la sociedad.
Llama la atención el cuidadoso silencio de las distintas organizaciones sociales en la materia antes dicha.
Se insiste en un argumento que a mi juicio no tiene la contundencia y la valoración ética de lo que hemos señalado. La mayoría afirma equivocadamente que el mal causado por el encierro es la contaminación del delito o comúnmente llamado “escuela del delito”, en circunstancias que el mayor y más profundo de los efectos y muchas veces sin retorno, es el atentado contra los valores y principios, la dignidad, la personalidad, la esperanza y los anhelos de cambio.
En esto que se acaba de expresar aparece un pecado institucionalizado, que se enquistó junto al veredicto de la Pena y que a nadie le parece grave, por la monstruosidad de lo que significa para un ser humano.
Las Iglesias deberían levantar la voz con mucha fuerza, para insistir en la necesidad que urge en buscar otras alternativas a las Penas, que condigan con la esencia de lo humano, de manera de favorecer las políticas que incentiven la gramática de lo espiritual, que hace a las gentes encontrar los caminos de la armonía, del respeto, la justicia y de la paz.
En esta misma dirección, los Gobiernos, especialmente los creyentes, deberían tener prioridad, en materia de recomponer el tejido social dañado y esto con innovación, inteligencia, voluntad y sabiduría.