¿Es posible que alguien que se dice portador de un mensaje pueda negarlo a través de su propio comportamiento? ¿En qué momento la revolución del amor y de la inclusión, predicada por Cristo, es traicionada por la rigidez de la institucionalidad? ¿La lucha por la dignidad y la libertad es relativa?
Estas son preguntas que tienen plena cabida ante los argumentos que han dado ciertos grupos conservadores en torno a la aprobación de la Ley Antidiscriminación por parte del Senado.
Se planteó que el quórum aprobatorio de esta ley no fue respetado, toda vez que es interpretativa de la Constitución y, en tanto, era menester contar con el voto positivo de dos quintas partes de los senadores y diputados en ejercicio.
También se ha dicho que la acción de no discriminación que contempla el Proyecto no es necesaria, ya que nuestro ordenamiento jurídico contempla el mal denominado “recurso de protección”.
Por último, de acuerdo a sus argumentos, este Proyecto no es viable jurídicamente, ya que se han protegido categorías desconocidas por el derecho chileno, entre ellas, la orientación sexual.
A pesar de que todas estas objeciones son incorrectas, en esta oportunidad no me haré cargo de ellas de modo directo, sino que quiero elucubrar en torno a temas de fondo.
Para ello, debemos mantener en consideración una premisa previa: el grueso de los detractores a este Proyecto está compuesto por grupos cristianos fundamentalistas, ya sean católicos o protestantes, y han atacado a esta ley desde diversas trincheras (entiéndase por tal la comodidad de las editoriales de los diarios o en las gradas de la sala del Senado).
El mensaje cristiano fue revolucionario pues rompía con el formalismo de la Ley Mosaica, colocando el acento en el valor supremo del amor. En consecuencia, emergía la figura de un Dios acogedor, que mira a todos sus hijos como seres iguales en su dignidad. Justamente, el iusnaturalismo tomista encuentra todo fundamento en la radical igualdad que nos comunica la filiación divina.
De acuerdo a esto, el orden jurídico positivo, es decir, la ley escrita, debe estar al servicio de esa dignidad que todos poseemos. Incluso, afirma el tomismo, cualquier ley que afecte la plena observancia de la dignidad, debe ser desestimada por su calidad de injusta.
Dicho lo anterior, ¿en dónde está el compromiso con la plena dignidad por parte de aquellos que se autodenominan “herederos del iusnaturalismo”?
Tal compromiso con un mensaje sencillo y llamando a la plena aceptación de los pares, actualmente es traicionado por la supuesta fidelidad a una institución religiosa que atenta en contra de un verdadero espíritu cristiano.
Acudiendo a nuestra historia republicana, puede citarse un caso muy claro para ilustrar que el catolicismo sólo defiende la libertad cuando hay factores que amenazan sus campos de acción.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la intelectualidad católica realizó una férrea apología a la libertad de enseñanza con el propósito de que los institutos confesionales pudieran otorgar títulos y grados de manera autónoma, sin tener que obedecer al control ejercido por la Universidad de Chile y que había sido delegado en el Instituto Nacional, que en ese entonces estaba dirigido por autoridades reconocidamente legas.
Sin embargo, en la época anterior, habían estado en contra de las denominadas “leyes laicas”, que no hacían más que reconocer, aunque con limitaciones, la libertad de culto, afectando la hegemonía católica en relación a otros credos.
La defensa de las libertades públicas no puede ser relativa, ya que de lo contrario, se transforma en una mera consigna panfletaria, que en nada aporta a la profundización de una democracia verdaderamente inclusiva.
Es por esto que molestan los argumentos de carácter formal de los grupos exaltados, pues sólo corresponden a “palabrería” que no encuentra sustento en la búsqueda de la justicia material, que está más allá de los textos positivos de las leyes, tal como lo enseña el tomismo.
Asimismo, más que rabiar porque el Proyecto de ley antidiscriminación contemple una acción judicial innecesaria –según los conservadores–, deberían denunciar que no se establece ninguna obligación para el Estado en el sentido de afirmar positivamente el valor que contiene en sí mismo el principio de no discriminación.
Cualquier omisión en este sentido no es más que una adhesión al actual status quo que nos divide en ciudadanos de primera y segunda clase.
En conclusión, el discurso de los agoreros de la segregación se delata a sí mismo en su inconsistencia, lo que demuestra que sólo responde a un intento desesperado por contrariar una ley que en justicia merece ser aprobada.