Las informaciones que llegan desde el extranjero nos dicen que Chile – para Naciones Unidas – es el país con mejor calidad de vida de todos los países de América Latina. Eso significaría que somos el país en el que se vive mejor y, por ende, las personas deberían estar más contentas.
La primera reflexión que me asalta es que si nosotros somos los mejores, ¿cómo se vivirá en el resto de América? Porque en Chile no se vive tan bien como los índices de Naciones Unidas lo registran y entonces al mirar las situaciones de conflicto debemos respirar hondo y decir que mal de muchos puede ser consuelo de incapaces.
Conformarnos con ello puede ser algo verdaderamente grave, pues una sociedad – un gobierno sobre todo – debe ocuparse que sus habitantes estén contentos y no solamente que no estén demasiado tristes.
La segunda reflexión – o casi – es recordar aquel chiste del profesor de estadísticas, cuando nos dijo que si hay dos personas y una tiene dos autos, la estadística dirá que cada uno tiene su auto.
Y esto es lo que sucede en Chile, pues la riqueza está concentrada en sectores minoritarios, en unas pocas familias, que tienen una acumulación de bienes, de ingresos, de beneficios, que excede todo lo que habíamos visto en estas tierras.
Los sectores más acomodados no sólo viven concentrados en determinadas zonas de las grandes ciudades, verdaderas ciudadelas protegidas, sino que tienen todo lo necesario y mucho más, en un ambiente de opulencia que ofende las tradiciones nacionales, siempre de tono conservador y austero, aun en los sectores más reaccionarios.
Cuando los promedios reales de sueldos en Chile están en torno a los 200 mil pesos, no se puede hablar de una situación de bienestar.
La cantidad de horas que trabaja un asalariado, el tiempo que ocupa en traslados por toda la ciudad desde la casa al lugar de trabajo, las condiciones vejatorias del transporte, los tratos discriminatorios, los enormes costos de la educación, la mala calidad de la enseñanza, las bajas jubilaciones, los altos costos de la salud privada y las malas condiciones de la salud pública, son hechos reales que no admiten discusión ni se bastan con explicaciones generales.
Por el contrario, más que un estado de bienestar, en Chile se percibe un estado de indignación en muchos sectores y de depresión en un número demasiado alto de personas.
Miedo, violencia, molestia, irritación, amargura, son realidades de las que nadie puede sustraerse. El hecho de que algunos estén contentos o de que haya en Chile enormes cantidades de celulares, equipos electrónicos, computadores, autos de lujo o que millones de dólares de los fondos previsionales de los trabajadores chilenos, vayan a invertirse en otros países, no nos eleva a categorías como las que se pretende con el simple análisis estadístico.
Lo más grave, sin embargo, es que la mayor parte de los problemas no están siendo solucionados.
Llevamos seis meses con el sistema educacional público paralizado, estudiantes sin clases y cientos o miles de profesores y funcionarios sin trabajar. Y esto no tiene salida hasta ahora.
Claramente el gobierno no está cumpliendo con su deber, con su obligación fundamental.
Que los estudiantes protesten y sean intransigentes puede ser propio de su edad y su rebeldía, explicable incluso por las ideologías que sustentan. Pero que el gobierno no encuentre esa salida necesaria, es inexplicable.
Mientras ese conflicto y muchos otros mantienen a la mayoría de la población en situaciones de dependencia, discriminación, marginación, deterioro, stress, habrá funcionarios que se gocen en la lectura de estadísticas o en falsos primeros lugares, que son aun peores que las ultra chilenas victorias morales.