Actualmente puede considerarse un hecho constatado por múltiples organismos e instituciones -de nivel nacional e internacional- que Chile es un país escenario de una escandalosa desigualdad socioeconómica, cuya tensión se define entre una ínfima minoría constituida por los más ricos y un extenso grupo que vive en la pobreza o que no puede acceder a todos los bienes.
Esto demarca una fuerte fragmentación social, cuya prolongación en el tiempo es avivada por la escasa educación en la diversidad como un valor social fundante.
Todo esto resuena en mi memoria al recordar la suspicacia que mostró hace un tiempo atrás un amigo extranjero, sorprendido por el hecho de que dentro de nuestros códigos sociales habituales se encontrara el requerimiento de mencionar, cada vez que se conoce a una nueva persona, tanto su apellido como su escuela o colegio de proveniencia.
Ciertamente, sólo se puede hallar en esa costumbre una especie de radiografía social que busca discriminar al otro, ya sea positiva o negativamente, pues los datos del apellido y de la casa de estudios de origen constituyen casi con toda seguridad, en nuestro país, un plano de proyección futura del círculo social donde cada persona podrá construir su vida profesional y personal.
Esto sin duda reafirma la convicción de que hemos ido creando un país que culturalmente vive en la profunda segregación de “el otro diverso”, porque este otro eminentemente “distinto” es identificado como un polo de oposición social, cultural o religioso.
La diferencia es, pues, un dato de discriminación negativa en nuestra sociedad, y todo el sistema educacional –y el sistema valórico implícito en éste- contribuyen a que este sea un mecanismo inquebrantable, donde los pertenecientes a un “polo” o al otro, prácticamente puedan vivir su vida entera sin jamás encontrarse.
Otro hecho que perpetúa esta dinámica de exclusión del otro, se observa a nivel familiar en que cada padre suele preferir educar a sus hijos, desde pequeños, entre iguales según su “colonia” no sólo fáctica, sino simbólica, de pertenencia.
Con esto es evidente que educar en la diversidad no parece ser un valor que se acostumbre privilegiar al momento de educar a nuestros hijos.
Para qué hablar de la segregación urbana donde los más ricos de este país -al menos en la capital- van escapando de las masas populares que llegan a sus barrios “exclusivos” (y ciertamente “excluyentes”), cometido que cuenta cada vez con sistemas más sofisticados de carreteras de acceso al barrio residencial remoto donde se instalan los acomodados.
De este modo, se garantiza que no haya lugar para un encuentro cotidiano real entre ricos y pobres, pues cada clase tiene su barrio, y la única relación que se da entre uno y otro está en la prestación de servicios domésticos (asesoras del hogar, jardineros, constructores, etc.).
Ante esto es fácil colegir que tanto el sistema de valores segregantes como el propio diseño arquitectónico de las ciudades están ahí para promover y perpetuar la desigualdad y la inmovilidad social, lo que resulta verdaderamente escandaloso.
En este momento, en el que se ha posicionado con urgencia el debate sobre la posibilidad de una educación igualitaria y de calidad en Chile, es fundamental que reflexionemos sobre el rol garante que tiene el Estado ante este tema básico, para poder ordenar nuestras demandas en medio de un sentimiento de descontento generalizado.
Es necesario pedir la garantía del no-lucro en la educación, pero también es necesario demandar la garantía de una educación en la diversidad, en un sistema que no siga consagrando la segregación como base de nuestra sociedad.
Por esto, parece preciso poner el énfasis de nuestras exigencias en una educación pública (al menos en la pre básica y básica) como espacio que posibilite el encuentro entre miembros de distintas realidades sociales, para dejar de perpetuar la homogenización de los grupos sociales, sino que cada persona pueda hacer la experiencia de lo diverso e ir humanizándose y enriqueciéndose en ella.
Sólo así podremos dejar de escandalizarnos con la fragmentación social y, sobretodo, dejar de tenerle miedo al que es distinto por el solo hecho de serlo.
Así, nuestros modelos educativos dejarán de aplastar la diversidad natural a la vida, para así imitar la sana multiplicidad de seres y formas que conlleva el hecho de ser humanos.