El tema encendió febrero. Algunos dijeron que era una ayudita para distraer la atención del caso Penta. No era así, porque Caval fue suficiente para ello. Otros suponen que Bachelet anunció el proyecto para mostrar algo concreto al iniciarse la reunión de ONU MUJERES, organización que ella presidió entre gobierno y gobierno. Tal vez sea más sencillo darse cuenta de algo tan simple como que quiso iniciar el año con un proyecto que estaba prometido en su programa de gobierno.
Este plan de acción concreta no es un dogma revelado ni mucho menos, como han querido ridiculizar algunos comunicadores de la derecha, sino un compromiso. Y Bachelet considera que los compromisos deben cumplirse.
De inmediato surgieron voces de ciertos demócratacristianos, alentados vivamente por algunos dignatarios católicos y por militantes de la derecha, en el sentido de que habría que oponerse a este proyecto pues “legaliza” el aborto y no sólo lo despenaliza.
Además, otros dicen que es atentatorio al derecho a la vida, defendido ahora calurosamente por los mismos para los cuales la vida de los demás era prescindible en las épocas de la dictadura, los que han cohonestado crímenes y encubierto a asesinos, los que fueron partidarios de mantener la pena de muerte y que hicieron imposible su clara erradicación de la legislación chilena.
Defienden con más ahínco el derecho a la vida de un embrión de dos semanas que el de una persona formada, con familia, con trabajo, con una tarea concreta en el mundo. Claro, esa persona tiene una ideología que no les gusta. Tal vez esos derechistas que rechazan el proyecto, serían partidarios del aborto si se les pudiera asegurar que los niños que están por nacer serán marxistas o querrán expropiarles sus empresas.
Ironías aparte, el Congreso del PDC – partido al que pertenecemos los autores de esta columna – reunido en 2007, sacó una declaración respecto del aborto que es bastante confusa, porque intentó en el fondo compatibilizar la doctrina imperante en el conservadurismo católico con la necesidad de enfrentar la realidad del ejercicio de los distintos derechos que pueden estar en juego.
A la mayoría católica no le gusta el aborto – lo que compartimos – porque claramente es una desgracia. No se trata de andar promoviendo abortos. Tal como nadie promueve el divorcio. Ambos, aborto y divorcio, son entendidos como una decisión poco grata que alguien toma para preservar otros valores o proteger a determinadas personas.
Una mujer que aborta, cualquiera sea la circunstancia, sentirá siempre que algo de sí misma se ha perdido y en nuestros respectivos trabajos los autores hemos constatado el padecimiento por largo tiempo que afecta a una persona que ha tomado la decisión de abortar. Hay pena, hay dolor. Pero esa decisión ha sido tomada no sólo por “darse el gustito” de ejercer un derecho, sino por razones muy profundas y con argumentos severos.
En una propuesta normativa con mayores requisitos que la que rigió en Chile hasta finales de la dictadura, se pretende reponer el aborto terapéutico, en tres causales que tocan lo físico y lo psíquico de la mujer embaraza y del feto en gestación. Es decir, la propuesta es más exigente que lo que era la norma que no escandalizaba a los arzobispos de Santiago desde 1939 hasta 1989 y pese a eso se alzan voces “piadosas” y a veces fanáticas que acusan de homicidas a los que apoyan este proyecto.
Siguiendo la propuesta del Congreso de la DC, tendremos que decir que si bien la defensa del derecho a la vida nos parece fundamental, no cabe duda que cuando se plantea el dilema de que viva la madre o se mantenga el embarazo, la vida que debe defenderse es la de la madre.
Y eso obliga a interrumpir el embarazo, directa o indirectamente (sacar el feto o aplicar un tratamiento que ocasionará la muerte del embrión). Esto casi es una obligación de los involucrados, aunque el proyecto le otorga la facultad de decidir a la madre o a sus parientes si ella no está en condiciones de decidir.
Y cuando el embarazo conducirá al parto de un ser que no podrá vivir fuera del útero (que el embrión o feto padezca una alteración estructural congénita o genética incompatible con la vida extrauterina), se propone que la mujer decida si lo mantiene o no hasta el término natural.
Porque para algunas personas –e incluyo no solo a la madre sino al padre y al resto de la familia – puede resultar más doloroso continuar con un proceso que no conduce a lo que debiera ser el destino natural (nacimiento de un ser que vivirá) que interrumpir el embarazo, sabiendo que eso también conlleva una cicatriz emocional que tardará en sanarse. Esa decisión no cabe al Estado ni a los médicos, sino solamente a la mujer y, nos parece, a su familia inmediata.
El caso con más revuelo parece el referente a cuando el embarazo “sea resultado de una violación”. Por cierto, pues desde el punto de vista técnico hay muchas cuestiones que deben ser determinadas. Primero la determinación efectiva de la violación, lo que no es fácil cuando el autor de esa violación a la libertad de la mujer es el marido, alguien del interior de la familia u otros casos en que no necesariamente quedan huellas físicas evidentes de la imposición de las relaciones sexuales.
En todo caso, sin la expresa voluntad libre de las mujeres, la interrupción del embarazo no puede tener lugar y el proyecto reconoce, además, que el Estado en estos casos extremos no puede imponer una decisión a las mujeres ni penalizarlas, sino entregar alternativas, respetando su voluntad, ya sea que deseen continuar con el embarazo u optar por interrumpirlo.
Ya sea que planteemos el asunto desde la perspectiva de los derechos de la mujer o desde el punto de vista de la salud física y psíquica de la embarazada, está claro que una violación genera pesares gravísimos, que se pueden ver incrementados con la secuela de un hijo.
Es cierto que se pueden discutir muchas cosas en torno a ello y no cabe duda que más de alguno podría temer que se simularan violaciones para poder abortar. Pero es poner las cosas al revés y pensar que se dicta una norma para torcer la nariz a la verdad. Toda ley puede ser mal usada, pero eso no quiere decir que no haya que legislar. Ya lo hemos visto en el caso de las leyes que rigen la economía o lo que hizo la dictadura con las leyes protectoras de los derechos.
El tema suscita polémica y posiciones encontradas, porque los católicos temen ser obligados a abortar, como temieron ser obligados a divorciarse. Ni lo uno ni lo otro. Una mujer católica podrá decidir como lo propuso Jaime Guzmán: morir si se trata de salvar al feto. Será su derecho.
Pero no se puede imponer a los que no creen en eso, los valores de esa persona. Los políticos debemos razonar así: la sociedad es más que los de una cierta y determinada religión y debe haber espacio para miradas distintas. Pero también reconozcamos el derecho de los políticos a votar según sus propias creencias. Si yo creo que una ley que se propone es mala, tengo el derecho de votar en contra, pero no tengo el derecho de descalificar a los que la apoyan o considerar asesinos a los que promueven ciertas y determinadas políticas.
Esta ley no se bastará a sí misma. Tendrá que ser acompañada de políticas públicas claras y consistentes, destinadas a evitar embarazos no deseados, a mejorar la salud de las personas y la asistencia en materia de salud, a promover una conducta sexual responsable y sana.
Recordemos a Eduardo Frei Montalva que no dudó en actuar conforme al momento histórico, impulsando una política de salud pública y planificación familiar complementada por acciones de educación sexual y ejercicio de derechos, no solo para quienes podían pagar sino principalmente para asegurar el ejercicio de derechos a los más pobres y postergados.
Todos los que se oponen con vehemencia a que se legisle, podrán usar su inteligencia y sus capacidades en la aplicación y desarrollo de esas políticas, evitando así que se produzcan las condiciones que nos lleven a interrumpir embarazos en las condiciones descritas.
Hoy en Chile se practican abortos clandestinos, con muchas consecuencias nefastas para las personas involucradas y para la sociedad en su conjunto. ¿Qué quiere decir el senador Walker cuando dice que despenalizar no puede significar autorizar a las entidades públicas o privadas a practicar abortos en caso de violación? Da la impresión de que reduce todo a que no se penalice a la mujer que aborta clandestinamente, manteniendo las cosas en ese nivel. La sociedad requiere de políticas y reflexiones más serias.
Es necesario debatir con seriedad, con rigor, también con pasión, escuchando los argumentos ajenos, para obtener el máximo consenso posible.La Democracia Cristiana no puede dejar de debatir mirando la realidad, y no puede alejarse de debatir y decidir lo mejor para el país y su pueblo, especialmente para las mujeres.
Gloria Fuentes, es coautora del artículo. Licenciada en filosofía, Magister en Gobierno y Gerencia Pública, trabaja actualmente en el SERNAM.