“No puedo explicar el alivio que me da saber que no voy a morir de la manera en la que indicaron los médicos que iba a hacerlo”, señaló Brittany Maynard, quien padece un cáncer cerebral terminal. Por decisión propia el próximo 1º de noviembre tomará un fármaco para terminar con su vida. “Me marcharé en paz, con la música que me gusta sonando de fondo”.
Entrar en la muerte dormido debe ser una forma más de libertad personal. Quizás la última. Por ese motivo, muchos pacientes con enfermedades terminales, pese a tener acceso a cuidados paliativos, no desean prolongar sus vidas.
El debate sobre el suicidio asistido en Chile ha vuelto a ser tema de columnas y cartas de lectores en la prensa, originando una discusión muchas veces más emotiva que racional, más radical que prudente.
Dialogar, deliberar sobre las opciones disponibles frente a una enfermedad terminal, no es solo lo más humano sino también lo más democrático. Al final todos deseamos lo mismo: una muerte digna e indolora. Pocas cosas vulneran más la dignidad de una persona que no atenuar su sufrimiento.
A esto último pareciera responder adecuadamente la medicina paliativa, pero muchos pacientes, al igual que Brittany, desean consciente y libremente no prolongar más su vida, desean que se les ayude a morir.
En pocos días más Brittany iniciará su último viaje por decisión propia, en su cama, rodeada de sus seres queridos y escuchando la música que la acompañó en sus días felices.
Ella, al restituir cierta sensación de control sobre su destino nos está diciendo que prolongar una vida solo para evitar la muerte biológica, sin atender a las condiciones de calidad humana en que dicha vida será vivida, es poco justificable.
El derecho a una vida digna necesariamente debe incluir una muerte digna, pues como bien decía Quevedo “Mejor vida es morir, que vivir muerto”.